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Escenidades

Romper los márgenes del teatro es reconfigurar la escena

Texto: Roxana Rügnitz.

Fotografía: Virginia Mesías

Cuando decidí mudarme al territorio teatro, tenía apenas 8 años. Era una pequeña, tímida y asmática niña con una rara conciencia del despoblamiento que suponía atravesar el destierro de mi padre, habiendo nacido ya en una familia de varias naciones. Así que cuando me asumí una ciudadana de esta isla llamada teatro, fue, para mí, el mayor acto de rebelión e independencia. Vivíamos en Rosario, Argentina, y de repente descubrí que existía una frontera distinta a las geográficas… Una frontera que, aunque demarca los límites entre la ficción y la realidad, era capaz de romper con los conceptos de separación y distancia en muchos sentidos.

 

 

El tiempo y la evidencia de que el arte es un espacio de privilegio me ha llevado a cuestionar esa idea algo romántica. Aun cuando la existencia histórica de una dramaturgia que asume su herramienta política, entramada con la acción de lxs teatreros del siglo XX, cuestionando la concentración del poder no deben ser desvalorizadas, es necesario repensarlas a la luz de un nuevo siglo. Porque el teatro, en ese sentido, y por cuestiones temporales, ha tenido un papel clave en la confrontación del desarrollo del sistema neoliberal. Sin embargo, se ha dejado fuera de la discusión —al menos en el siglo XX— la cuestión de que, los distintos aparatos del sistema ejercen una sostenida violencia, muchas veces silenciosa, que procura anular a una población vulnerada no solo desde la estructura económica, sino en niveles culturales profundos. Mientras el teatro denunciaba el horror de la guerra, el hambre, la pobreza, la alienación humana en manos de un mercantilismo brutal y las consecuencias de las relaciones de poder porque era necesario hacerlo, se levantaba una invisible barrera sobre otras cuestiones que tenían que ver con el género, las identidades sexuales y los cuerpos racializados. La necesidad de cada tiempo configura las escrituras dramáticas, y desplaza del relato otros problemas por considerarlos menos urgentes. No es una justificación, es apenas una observación, tal vez una alerta.

Enfocando el tema

El teatro uruguayo puede ser pensado en etapas bien delimitadas por sus distintos períodos. Asumir la existencia de un teatro de hegemonías frente a la ausencia de un teatro de disidencias es, a mi entender, observar al menos los últimos períodos que van desde el teatro de fines del siglo XX al de comienzos del siglo XXI.

La línea de continuidad que planteo, en este caso, tiene que ver con la transformación que, tal vez, haya comenzado, tímidamente, a ser disidente en su forma, en los temas y en la necesidad de una escritura que deambula, al menos, en dos niveles de búsquedas: una interna, en la que las dramaturgias rompen las escrituras tradicionales con la intención de encontrar una voz propia, y otra externa, en la que esa voz se vuelve materia en una puesta que trata de politizar todos los recursos escénicos posibles. Esta búsqueda de polifonías estéticas rompe los márgenes textuales ante la necesidad de nuevos códigos de representación.

Pienso las últimas décadas del siglo XX como el final de un ciclo que redefine el hacer teatral desde la diversidad y multipluralidades escénicas que significó las Muestras de Teatro Nacional e Internacional de Montevideo, organizadas por ACTU. Lo acotado del espacio no permite el desarrollo de esta tesis, sin embargo, es oportuno recordar lo que ese proceso supuso para una generación de jóvenes artistas formados en el Uruguay de posdictadura. Las Muestras abrieron la posibilidad de amplificar el aprendizaje, la mirada, las discusiones que derivaron en una potencialidad escénica nueva. La posibilidad de ver teatro de todas partes del mundo, realizar talleres y salirse de los límites de los textos aprendidos para experimentar otras vivencias creativas explotó en ese tiempo. En este sentido, considero que no es casual el surgimiento, hacia finales del siglo XX y comienzos del XXI, de una potente figura creadora en nuestro país: jóvenes que escribían y dirigían teatro con una mirada filosa de la realidad y una búsqueda de nuevas estéticas surgidas de la experimentación.

Las convivencias de formas teatrales no hicieron sino enriquecer y exigir a los elencos un trabajo que cada vez más estaría en diálogo con nuestra realidad. El teatro, como el arte, no puede ser ingenuo y es, en todas sus formas, un hacer político, el surgimiento de estxs jóvenes creadores, con una fuerte consciencia de la herramienta y de su tiempo, da lugar a una maquinaria escénica que viene a decir lo que las estructuras sistémicas del poder intentan borrar.

Hasta principios del siglo XXI, este hacer provoca y tensa, en sus espacios alternativos, la acción capitalista y neoliberal de convencer a la población vulnerada de que no tiene capacidad de agencia. Estxs creadores muestran las grietas del sistema, alertan sobre sus intenciones y deconstruyen el imaginario de pasividad de la sociedad. No sé cuántos de ellxs saben que lo hacen —algunxs es muy claro que sí—, pero ha venido sucediendo, como una militancia para la resistencia de la memoria y la construcción.

Cuando la discusión cultural debe enfocarse en la cuestión material

En esta etapa del siglo XXI, ese trabajo es insuficiente. No alcanza con problematizar, discutir, denunciar situaciones. Hay que materializar los medios para que la cultura trasvase la línea del privilegio. Hay que descolonizar el teatro para que todxs tengan acceso a la herramienta de la producción en el arte.

La escena uruguaya, en su amplia mayoría, sigue definida por una hegemonía de cuerpos, razas e identidades binarias, como si no existieran otros cuerpos. La respuesta a este planteo no puede ser que el problema es que esas identidades no toman la acción del hacer. Es necesario preguntarnos ¿quiénes hacen teatro hoy? ¿Para quiénes lo hacen? ¿Qué historias estamos contando desde la escena? Desde mi integración a la Asociación de Críticxs de Teatro del Uruguay me ha preocupado dónde está el punto del diálogo platea-escena. Mirar quiénes conforman el público antes de ver la obra es interesante, porque se delinea una cuestión que es sistémica. La platea se diagrama con un público de predominancia blanca, cis y binaria. Cuando vemos la obra creada por personas blancas, cis y binarias comprendemos que hay una gran cantidad de población que no está siendo nombrada en el teatro. Si no hablan para ellxs, ¿por qué irían al teatro?

El teatro representa un encuentro de latencia comunal y comunicacional in situ, en el que un grupo de personas acuerdan una serie de códigos para transmitir a otro grupo quienes, a su vez, implícitamente aceptan, durante un tiempo dado, el juego escénico ficticio, como si fuera verdad. Codifica la experiencia social en una estructura estética que permita niveles de lecturas capaces de repensarnos como humanos. Si esto es así, y yo creo que sí, deberíamos suponer que un teatro diseñado por cuerpos hegemónicos le habla a un público de predominancia hegemónica, aunque el contenido intente romper esa barrera.

No quisiera continuar sin subrayar que algunas dramaturgas vienen trabajando, con mucha dificultad por el acceso a los espacios, en romper esa geografía de los cuerpos en escena. Un ejemplo claro de eso es el trabajo de Diana Veneziano a través de un trabajo en el que confluyen multiplicidades de niveles semánticos disputando el privilegio de la palabra. Designa el espacio como un territorio en el que los distintos cuerpos son atravesados por todas las formas estéticas para la configuración de sentidos. En la obra Sudaka, por ejemplo, trabaja el tema de las mujeres migrantes desde una perspectiva de género y clase. La experiencia migratoria surge en escena como una constante que nos atraviesa a todxs lxs humanos, pero los resultados dependen siempre de la clase, el género, la raza.

Por otro lado, me importa destacar el trabajo de Marianella Morena. Su creación, desde la escritura y la dirección desfila por líneas de lo transteatral, porque atraviesa las estéticas, interviniendo las convenciones para transitar una ficción que busca cuestionar y poner en jaque a la sociedad actual y lo hace por motivos plenamente éticos. Fue la primera en llevar a escena el tema de las mujeres trans de frontera que viven del trabajo sexual: sus historias, su dolor, sus marcas, su capacidad de resistencia. Y lo hizo en conjunto con las mismas mujeres trans que viven esa realidad.

Cuando algunos teóricos del siglo XXI hablan de la superación de las palabras en un teatro que desarticula discursos, reconfigurando la escena a través de una apuesta más visual, Morena mete primera y juega con todas las herramientas que tiene a disposición, sin renegar del discurso, a través del que dice, sin piedad ni tibiezas, todo lo que necesita ser dicho a modo de denuncia.

Claro que Diana y Marianella no son las únicas. El teatro uruguayo no se queda quieto, es un laboratorio permanente de pensares, de acciones y de creación viva. Es por eso que se hace necesario desguetificar la cultura teatral. Aunque está sucediendo, no es suficiente aún, porque hacerlo desde el contenido textual no alcanza. Necesitamos volver a la discusión de para qué y para quiénes se hace teatro. Ampliar los espacios escénicos y diversificarlos para que otras historias sean contadas, para que otras poblaciones se reflejen desde la escena. Está bien hablar para mujeres que deben desmontar sus estructuras patriarcales, está bien poner el foco en el tema de las masculinidades, pero ¿cuándo vamos a cuestionar la infinita producción de puestas sostenidas por una población de corte hegemónico, en términos de raza e identidad? ¿Dónde están los otros cuerpos en la escena? ¿Quiénes son esos otrxs no referidxs? No nombrar es una cuestión política, sin duda, pero si el teatro es indispensable para la vida porque la representa y la cuestiona, ¿qué significa la ausencia de esos otros cuerpos? Eso también es político. El teatro ha sido y es un espacio de disrupción, el desafío de hoy es poner esa herramienta al servicio de una creación que desacomode los estándares del privilegio.

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Aló Arte Bar: un espacio de libertad

Texto: Roxana Rügnitz.

Fotografía: Virginia Mesías

Escenidades nace como un espacio para escribir sobre lo que sucede en el ámbito de la escena nacional, sin embargo, habiendo deambulado más allá de la frontera del país, resolvimos romper otra: la del espacio convencional donde suceden las propuestas escénicas.

En este número hablamos de los rincones de la ciudad. Elegimos un lugar enclavado en el Cordón de Montevideo, en el que dos mujeres llevan adelante un proyecto que es indispensable conocer. Así, atravieso en esta nota distintos niveles que son principio de transformación social: mujeres, lesbianas, cultura y acción política. Los ingredientes para la mejor receta creada por Lea Mazal y María Vicente. Están casadas y convencidas de que el compromiso que las une tiene muchas más aristas que la del matrimonio porque, desde la disidencia, nunca dejaron de militar para la disidencia. Esto también es Aló, un acto de acción política.

Piel Alterna dialogó con ellas para conocer el proceso que supuso crear Aló. Hablar con las dos es divertido, tienen un time entre ambas que subraya la convicción de lo que hacen mucho antes de decirlo en palabras. Lea sugiere que sea María la que comience ya que ella la despertó un día para contarle lo que se le había ocurrido. Es que Aló amanece como el sueño, después del sueño de dos mujeres que viven y militan el amor.

Así que María toma la posta para contarnos el origen. «Arrancamos con esto hace tres años. Somos activistas de Ovejas Negras y participamos en la Cámara de Comercios y Negocios LGBT. Lea es la vicepresidenta y yo trabajo en la parte de inclusión laboral. Siempre conectadas con la pata social, que es lo que nos mueve el deseo de hacer cosas».

«Todo comenzó con una idea. Un día nos despertamos y pensamos en cuáles son las cosas que nos gusta hacer. Nos gusta ir al teatro, la cultura, el entretenimiento y buscar espacios donde sentirnos cómodas. Nosotras venimos de los tiempos en que nos echaban de los boliches, de cuando no nos dejaban estar de la mano con nuestra pareja, ni expresar nuestro afecto en público. Venimos atravesadas por esas historias. Y aun cuando hoy cambió mucho todo, siguen existiendo espacios donde sabés que no sos bienvenida. De eso surge todo. De pensar en un lugar con propuestas que tengan que ver con nuestras identidades lésbicas. Generar shows o espectáculos cuyos contenidos estuvieran vinculados con la noche gay, con lo drag, con eventos LGBT».

En sus palabras resuenan muchas vivencias, también las mías. Los espacios no son para todxs. Los relatos que se cuentan, incluso desde el arte, no reflejan todas las experiencias de vida. La sensación de que existe un corrimiento social para una población que se ha sentido de clase B es poderosa. ¿Cómo transformar esa realidad? Lea y María nos dan la respuesta porque supieron unir conceptos complejos: el contexto histórico más un espacio de encuentros que sumara espectáculos culturales con contenidos diversos e inclusivos para una comunidad que solo había sido representada en clave de burla. Es claro, en la expresión de María, este vacío: «Es que nos faltaba algo. No encontrábamos en las obras que veíamos esa sensación de decir: “Ah, con esto sí me identifico, están hablando de mí”. No importaba la temática, podía ser algo cotidiano, pero algo que tuviera que ver con nosotras».

Lea recuerda el momento germinal. «Cuando se le ocurrió la idea, María me despierta con una serie de placas, como para Instagram y me dice: mirá lo que hice. No tenía contenido, más que los nombres. Yo lo miro y le digo: “Pero esto está buenísimo”. A mí, además de sentirme identificada con lo que pudiera suceder en un espectáculo, lo que me pasaba era la necesidad de sentirme segura. Nosotras estamos juntas hace doce años. Nos gusta salir, ir a bailar y muchas veces nos vimos enfrentadas a situaciones complejas en las que nos empezaban a decir que nos diéramos un beso. Era muy incómodo. Necesitaba un lugar donde me sintiera segura y tranquila. Cuando, esa mañana, María me mostró la idea, me encantó y le propuse armar un ciclo específico para nosotras y ver de presentarlo en algún lado. Así fue el inicio».

La memoria tiene algo hermoso, porque va tejiendo esos momentos como si hubiesen sido sencillos. Es claro que no lo fue y María lo señala: «Recibimos muchas violencias por ser mujeres y lesbianas, incluso de la persona que nos alquiló. Siendo mujeres, con la bandera de la diversidad, como lesbianas visibles y como pareja, nos cuesta mucho sostener este lugar».

En los distintos cuadros que arman María y Lea, lo que más se percibe es la pasión compartida, el convencimiento de que era necesario y la valentía de hacerlo. Como en todos los procesos, siempre están lxs aliadxs indispensables y María no quiere dejar de mencionarlxs: «Tuvimos el acompañamiento de Ovejas Negras. No lo hacíamos desde Ovejas, pero estuvieron presentes siempre. Aló Lesbianas arrancó como un ciclo cultural que llevamos a cabo en plena pandemia. La idea venía de antes, pero nace en pandemia porque fue un contexto muy difícil para lxs artistas. Entonces un sitio nos abrió las puertas, nos dijo que teníamos ese espacio controlado a nivel sanitario y que podíamos hacerlo dentro de las horas que estaba permitido. A partir de ese momento potenciamos a lxs artistas emergentes para que pudieran presentar sus shows en un contexto que les impedía trabajar. El lugar fue Il Tempo».

Les pregunto sobre el nombre. Es sugestivo. Me remite al saludo en portugués y aun así parece haber más. La idea del nombre la tuvo Lea, y el sentido es interesante. En este caso no sería un saludo, sino un llamado a las identidades lésbicas. Era una forma de convocarnos diciendo: «Hola, acá estamos», por eso la gráfica era la imagen de un teléfono. Lea nos aclara el juego: «Aló Lesbianas y A lo lesbianas».

«A partir de esos conceptos, empezamos a trabajar con Lea y con la gestora cultural Maru Salles, esto que estaba pensado desde los contenidos, pero, sobre todo, como un espacio de voces y encuentros, para que la comunidad LGBT estuviera presente desde el arte. Nos contactamos con Adelina Perdomo, una comediante lesbiana uruguaya. Ella fue y sigue siendo la cara del ciclo con presentaciones y stand up donde hablaba de fertilización, de ser madre, de casarse y de leyes. Todo un pasaje a través de situaciones desde la perspectiva de las lesbianas. Así fuimos armando el equipo. Más tarde se integraron Hugo y Anita, una pareja de compañerxs activistas de Ovejas. Ellxs se encargan del sonido y la producción. Armamos un equipo militante que hace eventos culturales para lesbianas. En un principio fue a la gorra. Todo lo que recaudábamos era para lxs artistas. Un trabajo de autogestión cuyo gasto era tiempo en vida. Además del stand up de Adelina, hicimos la noche de relatos lésbicos eróticos».

Lea nos cuenta lo importante que fue todo ese proceso en el que combinaron diferentes formas de arte. Dos mujeres, una red de colaboradores y una idea hicieron la diferencia. La ciudad está llena de esos secretos. Mientras que los teatros del Centro continúan contando historias de personas blancas, cis y heteronormadas (en su mayoría, claro), en algunos rincones se van creando otros relatos indispensables que dan cuenta de que la humanidad no es ni lineal ni homogénea.

María describe el proceso: «Combinamos distintas artes. Era, en términos musicales y visuales, un evento para todos los sentidos. Las historias que se relataban estaban acompañadas por la música de fondo de Macarena Nacimiento. Ella cantaba en los bondis y la conocimos por las redes. Mientras sucedía esto, una artista plástica chilena [Vale Caracola] pintaba mujeres. Queríamos que lxs espectadores se fueran con la sensación de haberse sentido gozadxs».

En fascinante acompañarlas en este relato que va tomando forma desde la memoria de ambas. Lea recuerda: «Fue un clima completo. Nosotras pensamos entonces que, si nos gustaba porque era parte de lo que queríamos de un show, entonces a las personas que apuntábamos les iba a gustar también, y así fue. Luego de ese inicio, preparamos el ambiente para el siguiente show que fue la proyección de una película posporno lésbico, llamada Las hijas del fuego dirigida por Albertina Carri. El día en que se proyectó, tuvimos mucho cuidado del ambiente. Insistimos en que en ese momento solo estuviera la gente del show y que, de haber más personas —además del público— no se hicieran comentarios. Fuimos muy cuidadosas de todo. Incluso preguntamos a las personas si querían que sus fotos aparecieran en redes o no. Este fue el arranque del ciclo que se hacía en Il Tempo».

La concepción de un espacio para identidades lésbicas que rompe las fronteras de los deseos y de los cuerpos para concebirse como un lugar para todxs tiene que ver con la vida y la militancia de Lea y María. Aló no viene a guetificar, nace para convertirse en territorio libre de violencia y acoso, una casa donde ser es la única regla. «Este es un espacio abierto para todxs y donde las mujeres se sienten más cómodas» dice María para sostener el principio de seguridad y libertad.

Lea retoma las propuestas artísticas. «Más adelante tuvimos un show de drag king. Averiguamos todo sobre el movimiento. Se trata de una perfo masculina, realizada por una mujer. Quisimos hacerlo para romper esa barrera y ver qué pasaba en Uruguay con ese tema. Fue súper interesantes porque se volvió una veta donde expresar identidades a través de la performance. El segundo año ya lo quisimos hacer de forma itinerante en distintos bares de Montevideo. Llegábamos con Aló Lesbianas y con el tema de la accesibilidad a los locales y rompíamos estructuras instaladas».

Fue en esa movida que empezamos a pensar en un espacio fijo. Definimos que ese lugar debía ser otra cosa distinta de lo que fue el ciclo. Diferenciarlo para que no fuera exclusivo para lesbianas, sino para toda la diversidad, por eso al bar le pusimos Aló —con la L al revés—. Empezamos en un barcito en la calle Constituyente donde hacíamos los shows que ya veníamos realizando y creamos un ciclo diferente».

«Ahí surgió un show de stand up de Pibas a las Risas que lo producía Adelina Perdomo», agrega María al relato de Lea. «Un ciclo de humor con contenido para mujeres en el que se cuidaba mucho el chiste porque nos interesaba transitar otras formas de humor, distinto a los conocidos. También hicimos un ciclo musical con artistas emergentes de mujeres y disidencias. Una noche, con esa visión de lo que había sido el drag king, resolvimos hacer la Noche de las Caballeras. Eso nació con una connotación política bien subrayada. Todo fue a raíz de una normativa que establece que los espacios deben tener un baño masculino y otro femenino —nosotras contábamos con un solo baño—. Sin embargo, los bares de hombres, según una normativa vieja, pero vigente, sí pueden tener un baño. Entonces creamos la Noche de las Caballeras, para que no fuera ilegal tener solo un baño» [risas]. Risas suyas y mías, pero cargadas de una mezcla de ironía e incredulidad.

«Esa noche tocó una banda que se llama Juana y los Heladeros del Tango —cuenta Lea—. Cantan un tango bastante político. Juana y su esposa van siempre de vestido y los músicos, vestidos de varones, pues esa noche vinieron al revés. Como ellxs cantan tango, además pedimos que vinieran vestidxs todxs de caballeros de época. Levantamos las mesas y terminamos bailando. Fue un éxito. Después de eso nos dieron treinta días para hacer un baño o nos clausuraban. Así que nos fuimos».

Estamos en el siglo XXI, atravesamos la cuarta ola feminista. Debemos justificar por qué las mujeres luchamos por nuestros derechos, porque la perspectiva es que todo ha cambiado ya y aun así las leyes obligan a dos mujeres que construyeron un espacio cultural para romper el paradigma que estratifica identidades a irse del local porque tiene un baño y no es para varones. Hay una brecha fina entre la bronca y la ironía, pero no lo decimos. Mejor seguimos hablando de la resiliencia que las hizo continuar. Aló se muda a un espacio más grande y con una gama de posibilidades increíbles.

María lo explica. «El proyecto es el mismo, pero cambiamos a una propuesta con más gastronomía, más cafetería, ampliamos el horario para que fuera una casa donde pudieran venir, quedarse, sentirse cómodxs y habitarla. Para nosotras este lugar es un sueño que muchas mujeres proyectaron. Nosotras queremos que todas esas historias que vienen de atrás, estén acá, en Aló».

«Es un espacio que pensamos también como intergeneracional —subraya Lea—, la idea es que vengan personas de todas las edades y se sientan cómodas. Una cosa interesante que pasó es que la barra se convirtió en un lugar clave. Muchas mujeres vienen solas y se quedan en la barra, así que se transformó en un rincón donde pasa de todo, charlas de todo lo que se te ocurra. Algunas ya vienen a sentarse a su lugar en la barra. No existía algo así para mujeres».

Se me ocurre que Aló no es solo un boliche o un espacio cultural, es un acontecimiento social en Montevideo. Una oportunidad para vivirnos como somos y con la alegría de compartirlo con otrxs. La bandera de la diversidad, afuera, es casi la batiseñal. Es ahí donde lxs que nos hemos sentido excluidos, observadxs, juzgadxs, pero también todxs aquellxs que nunca lo sintieron, podemos recalar, para construir otra idea de vida en sociedad. Lea lo confirma cuando dice: «No sé si nos damos cuenta de lo que estamos haciendo. Esto empezó como un juego, en el sentido de que no somos productoras, pero se constituyó en algo mucho más fuerte».

María va cerrando con la idea de que derribar barreras tiene costos, aunque lo vale: «Ser mujeres, lesbianas y emprender es mucho. Hay un montón de violencias en el medio que las vas cargando en el cuerpo, aunque sean cosas tontas, como que estoy pintando las rejas y cuando me ven, se paran a aplaudir como asombradxs por lo que somos capaces de hacer». «Hubo que cambiar muchas formas de ver la vida desde una perspectiva de género —suma Lea— porque me acuerdo de que, al principio, un vecino nos veía trabajar y nos decía: “Ah, pero ustedes son mujeres completas, che”. ¿Entendés?, completas».

Y sí que entiendo. La idea de estar completas porque de pronto descubren que somos capaces de hacer lo mismo que ellos y más. La idea de ser completas porque nuestro rol no se define en el marco del hogar y del cuidado, únicamente. Ser completas, en esa mirada, es tener rango de varón. Por eso el subrayado de «ustedes son» marca, además, esa indisoluble perspectiva de que, para algunas personas, las mujeres en general seguimos incompletas, con la excepción de las rarezas como Lea y María. El proceso es lento, pero un espacio como Aló empuja la marcha un poco más allá. Hace posible ampliar la mirada y pensarnos en un universo sin diferencias que guetifican. Aló existe porque dos mujeres tuvieron un sueño que reivindica el de muchas otras. Hoy lo volvemos relato para seguir habitándolo. María y Lea te esperan ahí, atrás de la barra, en Chaná 2030, entre Blanes y Jackson.

¹ «Colectivo Ovejas Negras es una organización de la diversidad sexual en Uruguay, que se propone luchar contra toda forma de discriminación, especialmente contra la discriminación por orientación sexual y/o identidad de género, particularmente con el fin de construir ciudadanía entre las personas LGTTTIB del Uruguay.» Recuperado de <https://www.mapeosociedadcivil.uy/organizaciones/colectivo-ovejas-negras/>.

La escena en otros cuerpos

Texto por Roxana Rügnitz

Fotografía por Mariela Benítez

El fin de semana me llevaron a ver un espectáculo teatral realizado en el Royal Court Theatre de Londres. La obra es Sound of the Underground de Travis Alabanza¹. Una producción realizada por un elenco de personas disidentes. En parte, juego; en parte, cabaret estridente; en parte, manifiesto de trabajadores. Es, en definitiva, una invitación de Travis: «Únase a ocho íconos del drag clandestino mientras derraman el té, liberan el pezón y luchan contra las fuerzas sombrías que amenazan sus medios de vida».²

 

En esta oportunidad, la particularidad de mi escritura no se centrará en la puesta o en el contenido de la pieza, sino sobre el hecho de que la obra, obviamente, era en inglés, un idioma que me es ajeno. Para una persona que ha construido su vida en torno al teatro, Londres es una de las mecas del arte escénico. En sus calles de direcciones confusas para cualquier latinx, en sus zonas céntricas donde abundan pantallas de neón que delinean, en contraste, antiguos edificios en los que se conjugan pasado y presente —sin añoranzas, aunque con una imperceptible cuota de ansiedad—, allí laten todas las formas de expresiones posibles y aun deseadas.

 

Ahí me encontraba yo, con los sentidos alerta, devorando, impiadosa, todo lo que pudiera ser leído sin necesidad de una lengua. No sabría decir si hubo momentos de lucidez en mis intentos. Me percibía niña, descubridora divertida, incapaz de comprender un idioma que me había sido ideológicamente esquivo. Lo que sucedía a mi alrededor, por simple que fuera, se transformaba en un signo a descifrar: los generosos intentos de comunicación de algunas personas —con palabras muy pensadas y manos que buscaban completar los sentidos ausentes—, miradas cómplices que parecían apiadarse de mi ignorancia, se sumaban a los abrumadores sonidos del ambiente que me imponían un alto nivel de atención (atención en tensión) exigido por el contexto. Ya estaba desbordada de deseo incluso antes de comenzar el espectáculo.

 

Consciente de mis casuales circunstancias de extranjera, pero al mismo tiempo de estar en el único territorio, hoy, en el que me siento en casa: el teatro, intenté descifrar algunos de la enorme multiplicidad de los signos que se desplegaban por todas partes, a tal punto que me definieron como espectadora, incluso antes de serlo formalmente.

No entender la lengua impone una lectura de todos los códigos corporales que se vuelven, en ese instante, parte de una escena. La llegada al bar del teatro para beber mientras veo a personas que se reconocen entre sí y se abrazan en saludos cálidos que no requieren traducción, of course.

 

El ingreso a la sala: «En primera fila» me dicen, con cierto aire de picardía que esconde la esperanza —frustrada al fin— de que los personajes interactuaran conmigo durante la función. El teatro es pequeño, aunque tiene platea y palco. Entre el espacio y el público deambula un aire a lo subterráneo, a lo periférico y a la necesaria insistencia de manifestar las existencias negadas en un tiempo que se quiere diverso y aun así la dictadura de los cuerpos define a las personas.

 

La obra inicia casi de forma abrupta por medio de la irrupción de lxs actores a través de distintas zonas del teatro. La imagen que se impone en escena es la de ocho cuerpos uranistas, al decir de Paul B. Preciado; aunque, en ese instante, posiblemente todo el teatro era Urano. Habitantes «tránsfugas del género, furtivos de la sexualidad […] Lo que nos jugamos es el cuerpo, la vida».³

 

Cuando llegan al escenario, se paran en hilera frente al público en una pintura que lo dice todo. La belleza de la intervención en cuerpos que ya gritan antes de la palabra que surge para subrayar lo que muestran, a modo de presentación individual. No entendí los intersticios de los discursos (re)presentativos, aunque impactaron en mi mirada, incluso en mi respiración, prometiendo una noche colmada de deseos.

 

Lo que voy a plantear en «Escenidades» tiene que ver con una frontera delimitada por el idioma. Se trata de lo que un espectáculo puede provocar más allá del texto. Esta sección procura deambular por territorios alternos en los que lo visual se impone a los discursos dichos en un idioma desconocido. Habituadxs a un teatro en el que la palabra define el relato, cuando el idioma es ajeno, es necesario repensar los códigos de la representación. En estos casos, los parlamentos constituyen significados parciales que despiertan asociaciones capaces de configurar algún nivel de sentido.

La obra explora cómo la cultura de los clubes underground en Londres moldeó a los artistas queer de la actualidad. Denuncia la compleja situación que atraviesa el arte, especialmente el arte corrido de las fronteras del centro: un arte de disidencias. Son ellxs, sus cuerpos autodefinidos y vulnerables, sus voces, sus manifiestos los que se ponen en escena para reclamar un derecho que la historia les ha quitado a fuerza de dolor.

 

El espectáculo se organiza en cuadros. El primero instala una puesta realista que parodia las formas expresivas del teatro clásico, la postura y exageraciones de los personajes me acercaron a esa idea. La escena rompe el hipernaturalismo en un desborde bélico que juega con el absurdo en una tensión dramática en la que RuPaul parece ser un objetivo a destruir, probablemente por haberse vendido al mercado —y, quiero subrayar, probablemente—. El cuadro siguiente tendría una estética más performativa e individual, en la que se explora y explota las formas de existir que rompen los parámetros construidos culturalmente. En cada caso, parece confrontarse como denuncia la belleza disidente y contracultural deseada en escena con sus cuerpos «extraños» y violentados en las calles.

 

Es posible que no haya entendido la mayor parte de lo que se dijo en la obra, sin embargo, la percepción de celebrar la existencia a través del derecho a la expresión se convirtió en una sensación, casi todo el tiempo. Por momentos, la idea de ponernos en jaque, ¿cuál es el límite?, ¿la mirada abierta y deseante del espectáculo atravesado por un despliegue fascinante, o las miradas ausentes, esquivas en los espacios públicos donde ellxs, lxs artistas, dejan de ser admiradxs para ser agraviadxs? ¿Dónde estamos lxs que aplaudimos?

 

Todo el espectáculo fue, para mí, un cúmulo de impulsos más emotivos que racionales, aunque también de análisis de imágenes que no llegaban a corroborarse en palabras. La visión de los rostros diseñados en los personajes/actores, cuyas expresiones definidas jugaban en la línea de la provocación e interpelación a un público extasiado casi todo el tiempo, me dejaban, demasiadas veces, desterrada del sentido. Frente a esa incapacidad, mi cuerpo reverberando hasta temblar cargado del deseo a veces, agotado de tantas tensiones (est)éticas, simbólicas, sonoras, obvias.

 

Hubiera querido quedarme quieta, dejarme tomar por esos estados, antes de que llegara la necesidad de una respuesta intelectual casi inmediata, seguro sobre: «¿Y? ¿Qué te pareció? ¿Entendiste?», era incapaz de responder en una lengua ajena todo lo que me había provocado y que no pertenecía al territorio de la razón.