Texto de Roxana Rügnitz
Fotografía por Mariela Benítez
SobrEllas
Las más antiguas narradoras de historias fueron las mujeres mientras cosían. Por eso existen tanta relación entre los textos y los textiles: el nudo de una historia, el desenlace de una narración, el hilo del relato, bordar un discurso, urdir una trama. Las mujeres fueron las narradoras por antonomasia en los primeros momentos de la oralidad. Mientras cosían, contaban cuentos
Irene VALLEJO ¹
La historia cuenta que, en 1735, un barco español llamado Polonio, naufragó en esas costas. Desde ese momento, fue un asentamiento estable de navegadores y pescadores. Era un escenario de varias tragedias en altamar, porque se desconocían los peligros de la geografía del lugar. En 1881 se construyó su faro para guiar a los barcos hacia la costa. Esos lugares aislados, abrazados por el mar y los vientos, suelen estar llenos de historias que se van anclando en sus habitantes, como una memoria única, que lxs atraviesa.
Piel Alterna llegó en Turismo de este año al Cabo Polonio y a ese rancho azul que se mezcla con el cielo, donde nacen los cuentos y donde se foguea en las cerámicas y la guitarra, tantos relatos. Una vez más, la hospitalidad: Maricruz y Gabriel me abrieron las puertas de su casa y de su Tatuteatro para darme abrazos, desayunos y un millón de historias. Con ellxs, cualquiera sana el alma y empieza a despejar las ideas.
Fue entonces que, en una tarde de charlas, mientras se preparaba todo para la función de esa noche pensé en devolver algo de lo mucho que había recibido en esos días. Me imaginé a tantas mujeres habitantes de ese lugar, fuera del color y la emoción del verano. Pensé en el invierno, en la soledad y en la creación de redes que sostienen. ¿Quiénes son las mujeres del Polonio? ¿Cuál es la historia que fueron sembrando a lo largo del tiempo?
Lo increíble fue que en cuanto le dije a Maricruz esta idea, ella pensó enseguida en quiénes podían ser y así comenzamos a recorrer los ranchos del Polonio, e ingresamos en la intimidad de sus casas para descubrir en sus voces los cuentos y las vivencias de otros tiempos.
Antes del almuerzo llegamos a la casa de Martha González. Tiene 58 años y vivió toda su vida en esta zona. Su voz es amable, sin ansiedades ni prisas me va contando lo que significó para ella nacer y vivir en el Cabo: «Para mí vivir acá es algo normal. Nunca tuve la posibilidad de conocer otros lugares. Yo soy feliz viviendo en el Polonio y no pienso irme nunca». La calma de sus expresiones subraya su convicción. Tiene las manos entrecruzadas sobre la mesa de cármica y mientras habla, se puede ver que este es su lugar en el mundo. Entonces le pregunto sobre el contraste que existe entre el verano y el invierno a lo que responde sin cambiar de posición: «Claro que en verano hay mucho más movimiento que el resto del año, pero a nosotros nos conviene. Del turismo se vive bastante bien».
La clave aquí la da ella, cuando afirma que el medio de subsistencia principal lo da el turismo. El vínculo desarrollado con los tiempos del calor y el bullicio veraniego no es porque se convierte en un paréntesis de la soledad invernal. Para ellxs es época de zafra y así lo asumen: «Mi marido —Héctor Calimare— y mi hijo mayor —Javier Calimare— son pescadores. Yo hago artesanías con vértebras de pescado y caracoles. Las trabajo todo el año y espero la temporada para venderlas y con eso sostener el invierno, donde no hay ningún ingreso».
Soy una persona de ciudad, me cuesta pensar/me en espacios donde los tiempos se convierten en latencia, en preparación para los que vienen. Es claro que la ciudad nos mutila muchos sentidos, y por eso pienso en recursos como la salud, que, si bien lo tenemos al alcance de un bondi, tal vez debamos esperar semanas para conseguir hora con algún especialista. Le pregunto cómo hacen si necesitan recurrir al hospital y su respuesta llega, extendida y sin expresiones. «Para todo hay que recurrir a Castillo. Es el lugar más cercano para los trámites, los comestibles y para el médico. Aunque ahora viene una doctora de familia, muy buena, una vez por mes, pero si hay alguna emergencia, hay que ir a Castillo. Lo bueno es que acá somos todos sanos».
Nos vamos a su pasado, a descubrir su niñez: «Yo vivía en el Rincón de Valizas, que está dentro del área protegida del Polonio. Fue una niñez muy pobre. A la escuela rural en esa época había que ir caminando, era muy difícil. La zona del Rincón en esa época era bastante movida. Tenía dos almacenes. Vivían familias con cinco o seis hijos todos, muchos de ellos hoy viven acá. Al principio la gente vivía allá, en el Rincón y acá venían a la lobería». Claro que la interrumpo para preguntarle qué era eso de la lobería. Podía imaginar algo, pero, sin duda, mi sentido arácnido no me preparó para la descripción. Puedo ser capaz de sofrenar mi perspectiva vegetariana de mujer que puede elegir cómo alimentarse para dejarme invadir por un relato original sobre un oficio que representó el modo de vida de toda una población. Así que detengo mi voz interna y escucho a Martha. «Todos mis tíos venían a la lobería. La zafra era en junio y venían a matar lobos con un palo en la cabeza —no cualquiera podía matarlos— para sacarles la piel, el aceite y los genitales» ¿Qué me detuvo en ese momento que no pregunté por qué los genitales?
Continúa su relato: «No se podía comer la carne. Era pura grasa. Los que venían a matar lobos eran hombres, muy rústicos y valientes, con mucha destreza física para andar entre las rocas. Se ponían unos zapatos especiales llamados tamangos, que se hacían con arpillera o lana criolla de oveja para poder correr. El Estado brindaba todo un servicio para que se pudieran realizar estas actividades. Ofrecía la comida y los cuidados de salud. Por esa época venía el doctor Infantozzi a cuidar que los hombres que venían a la lobería estuvieran bien. Esa actividad se prohibió hace treinta años ya». No lo digo, no es necesario, claro, pero algo dentro de mí suspiró.
Salimos de ahí con una sensación de que por detrás de cada historia hay miles que se nos escapan. Llegamos a la casa de Daysi Vivas Acosta. Entramos en su rancho a conversar. Ella nos recibe con una sonrisa que nos atrapa en la comodidad del encuentro. Ella no lo dice, pero es artista plástica. Ha dejado su obra en cada rancho de la zona.
«Yo nací en esta zona, muy cerca de acá. Ya hace cuarenta y cinco temporadas que trabajo en el Polonio. Soy de origen rural, me formé en una soledad mucho más grande que esta. Fui a la escuela rural. Tenía un kilómetro y medio de caminata en invierno y descalza. Por eso, en mi experiencia, vivir en el Cabo Polonio no fue una vivencia de soledad, sino de gente, de compañía, de vecinos. Yo diría que esta población, tal vez por estar más aislada, tiene una característica de compañerismo, lo que no necesariamente quiere decir que todos nos llevamos bien. Tampoco es idílico, pero hay una conciencia de que el otro ser humano a la postre es tu último recurso».
La memoria de Daysi nos lleva al faro, a la inauguración del hotel de la zona y a algunos naufragios como el del Tacuarí, que sucedió cuando tenía 16 años. Historias lejanas, pero falta una historia que tiene mucho que ver con ella y el destino del Polonio. Se trata de la escuela: «Cuando nos vinimos para acá, nació mi hijo. En ese momento todos los niños iban a la escuela en Castillo porque acá no había. Las madres se organizaban como podían y los llevaban, pero esa situación no estaba a mi alcance. Cuando mi hijo mayor cumplió cinco años pensé que, si quería que empezara la escuela a los seis, tenía que comenzar a hacer los trámites para solicitar que instalaran una escuela acá. Me llevó dos años. Fue un momento difícil. La situación de permanencia de nuestra comunidad se encontraba en peligro. Desde el Gobierno había un empuje de no querer a las comunidades que nos habíamos ido asentando acá, porque querían hacer algo diferente con el Polonio y eso incluía, de verdad, el borrón de los que estábamos acá. Lograr instalar una escuela pública iba contra toda esa corriente, y lo conseguimos. Tuvimos que presentar un proyecto con todo definido. El edificio y la maestra. Había en la zona un espacio que se había creado para la policía, nunca se usó y lo propusimos para la escuela».
No puedo dejar de pensar en la belleza de esta ironía. Vivimos en un país que tiene el mayor gasto de la región en ejército per cápita y, sin embargo, allí, en ese pequeño rincón, se logra construir una escuela donde se había planificado una comisaría. Para mí es un jaque al sistema, aunque estemos muy lejos del jaque mate. Me entero de que, con toda justicia, se propuso que la escuela llevara el nombre de Daysi Vivas, pero la respuesta tiene esa incansable falta de lógica que deambula por la burocracia. Solo se le puede asignar el nombre de alguien a una institución, luego de que pasaran diez años de su muerte.
Maricruz, que nos acompaña, resalta la sabiduría y la fuerza de Daysi para responder al poder y hacer posible que el Polonio cuente con una escuela hace ya treinta y cinco años. No importan las prohibiciones del sistema, para todos esa es la escuela Daysi.
Seguimos camino mientras la idea nos revoloteaba los pasos. No fue por casualidad que nos encontramos con dos jóvenes mujeres preparando la tradicional chorizada de cada Turismo, cuyo objetivo es recaudar fondos para la escuela. Hablamos con una de ellas que nos trae una perspectiva foránea: «Me llamo Silvia Díaz y soy argentina. Tengo 43 años, vivo acá hace quince, por elección. La verdad es que al principio no tenía ni idea. En este proceso hubo algo de amor, de aventura y de inconsciencia. No estuvo programado. Conocí al papá de mis hijos cuando vine por primera vez y surgió el amor. Estuvimos viajando por dos años, con Buquebus de por medio, en mis tiempos libres. Después de ese tiempo, lo definimos. Él me planteó de irse para allá pero yo dije que no. No iba a sobrevivir en esa ciudad, sin embargo, yo estaba con más ganas de irme de Buenos Aires, aunque no había pensado en un lugar así, tan inhóspito. Primero vine en verano, como todo el mundo. Luego estuve cuatro días en invierno y vi dos ballenas gigantes súper cerca. Me dijeron que había sido mucha suerte verlas, y entonces dije: “Ta, es acá”».
Silvia es joven y no es nativa del lugar. Aprovecho esos factores para preguntar sobre lo que supone vivir acá fuera de la temporada: «En invierno, lo más bravo es la soledad intensa, mucho peor que el clima. Solo se logra transitar creando lazos. En el Cabo tengo algunos lazos, no muchos, pero hago teatro en Valizas y eso me ayuda pila. Ese grupo de teatro me supone salir de la isla, porque esto literalmente es una isla. Salir de las dunas, ir por las rutas y estar en un ámbito de creación despeja mucho».
Nos vamos quedito con la otra Díaz hacia el teatro. Se va poniendo la tarde y hay que armar para la obra de hoy. Nos sentamos en la sala, creada por ellos y, claro, ahí aparecieron las historias que trae Maricruz en su morral desde el minuto uno que pisó estas tierras y yo quiero contarlas: «Tengo 70 años y vengo al Cabo desde 1980. Mi rancho es del 83. Yo soy chilena, pero llevo más años viviendo en Uruguay de los que jamás viví en Chile. La primera vez que vine fue en el 78. Soy de ambiente cordillerano, mi padre era andinista, Sergio Díaz, fue el que rescató a los uruguayos del avión caído en los Andes —no el arriero, fue el que pasó la noche con ellos en el fuselaje».
Me resulta extraordinaria la forma en que se conectan las cosas. El tiempo va dejando los hilos de las historias. Hemos vivido tantas. Cada historia una vida y, a veces, hace falta solo un relato para unirlas.
Continúa: «Vengo de un ambiente en el que se hacían fogones nocturnos en la cordillera con los arrieros. Ahí eran siempre los cuentos, las fantasías sobre la dama de blanco o la aparición del diablo. En esa zona existe un lugar llamado la Pata del Diablo donde hay una roca con una huella que parece una pata. La historia cuenta que es la huella que dejó el diablo cuando pegó el salto para cruzar hasta la otra montaña. Cuando llego al Polonio, me encuentro con un rincón donde me siento entre iguales, en las noches de conversaciones y guitarreadas en lo de la Chela». El rostro de Maricruz se transforma mientras va entretejiendo historias de otros tiempos.
«El que nos recibió por primera vez acá fue Bonifacio Calimare, un gran cuentista. Cuando lo conocimos, vimos el barco que cuidaba y se nos antojaba una fantástica escenografía de ópera. Gabriel escribió una canción sobre él y sus cuentos que se llamó Don Guillermo. En ese momento no teníamos idea de que Bonifacio era el papá de la Chela. En ese tiempo pinté un cuadro de una mujer con un pañuelo atado en la cabeza limpiando pescado en una mesa de caballete. Pasaron los años y cuando conozco a la Chela le cuento sobre mi primer cuadro. Me dice que las que hacían eso eran solo dos mujeres, la Nena y ella. Así que, sin querer, probablemente y por el ángulo de la cara, sin conocerla, la pinté a ella». Esta historia, que parece casualidad, gesta el primero de los hilos que irá conjugando el vínculo que nacerá entre ellxs.
«La conocimos cuando vinimos con Gabriel, yo embarazada de Martín, de cinco meses. Alquilamos un ranchito que era de Daysi y su tía. Nuestra idea era venir a la playa sur y bajar al pueblo cuando remallaban las redes entre los ranchos, ahí bajábamos con la guitarra y empezábamos a cantar. El rancho de la Chela siempre estaba abierto y tenía un sillón donde te sentabas y empezabas a escuchar las historias más fantásticas». Gabriel y Maricruz, sin proponérselo, fueron, de alguna manera, los juglares del Polonio. A través de ellxs, sus historias siguen viviendo en las futuras generaciones. En este lugar se tejen historias como se tejen redes… Vengan, vean, cuiden y escuchen.
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¹ Vallejo, Irene. Las mujeres en la historia de los libros: un paisaje borrado. Irene Vallejo, escritora. BBVA Aprendemos Juntos, El País, 2020. Recuperado de < https://www.youtube.com/watch?v=yw7C_MLqgQw>.
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