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  • Foto del escritorPiel Alterna

Lo que la boca no dice, el cuerpo lo grita

Texto y fotografía por Mariela Benítez

Piel Crónica


Sean invisibles: escuchen lo que la gente tiene para decir.

Y no interrumpan. Frente a una taza de té o un vaso de

agua, sientan la incomodidad del silencio. Y respeten.

Leila GUERRIERO

Zona de obras


Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio

que ocupa un solo ser humano… Porque, en verdad, es ahí

donde ocurre todo.

Svletana ALEKSIEVICH

El fin del «homo sovieticus»

¿Cuántas formas de sobrevivencia aguanta un cuerpo que otros arrebataron para su propio consumo dejándolo atravesado por un profundo dolor? ¿Cuánto dolor soporta ese cuerpo al que se le roba parte de su vida? La mayoría de las mujeres que terminan en situación de explotación sexual comenzaron siendo niñas abusadas en su entorno familiar, invisibilizadas enfrentadas a la incredulidad y la indiferencia.


Acercarme al dolor de algunas de esas mujeres significó ir con cuidado. Escuchar en silencio, mirar. Luego, asumir que no todo puede ser explicado porque, como ellas me enseñaron, cuesta visualizar lo vivido y además, ponerlo en palabras. Sus cuerpos duelen, se sienten rotas. Lleva tiempo recomponerse y lo roto se vuelve constitutivo de su «ser mujer» hoy. Acercarme a esas mujeres fue una experiencia dolorosa y llena de vida, de resiliencia y dignidad, porque así son ellas. Y, finalmente, acercarme a esas mujeres me hizo ver que todo lo que han vivido y otras aún viven sucede en cualquier barrio o cuadra: el hogar puede ser el primer refugio, pero también el primer infierno.

Pedí permiso a Karina Núñez y Sandra Ferrinni para entrar en su «espacio minúsculo». Cada una, a su manera, fue contando lo que quiso y pudo, con voces firmes y cuidadosas de sus seres queridos. Fueron encuentros generosos, extensos e intensos, atravesados por silencios incómodos e íntimos. Se los agradezco profundamente.

Karina Núñez: «Yo me construí siendo una trabajadora sexual». Cuando le escribí para concertar un encuentro, Karina me respondió con la misma franqueza y calidez con las que me recibiría a la semana siguiente en la casa donde vive. Luego me llevaría a su «bunker» tan repleto de ella: armarios, mesas, fotos, cajas con ropa, libros, folletos, cartitas, sus libretas, el colchón donde duerme y un colchón extra para recibir y contener a mitad de la noche, a alguna compañera en problemas.

Ella se presenta como «una mujer feminista, popular, reduccionista del trabajo sexual¹. Soy cuarta generación de trabajadoras sexuales y de mujeres explotadas sexualmente […] mi tatarabuela no se puede decir que fuera trabajadora sexual porque, al ser esclava, ni siquiera era dueña de sí. A las que sí se les reconoció, pero para increparle el hecho de haber abandonado a sus hijos por estar changando, fue a mi abuela, a mi madre y a mí». Pasado y presente hacen de Karina una mujer militante con conciencia de clase. Conciencia que agradece por un lado a su padre, ese hombre que decide ser su papá: «A él le debo la voz: soy la hija de un sindicalista, preso político y de una trabajadora sexual, eso es lo que me hace tener voz»; y, por otro, a las mujeres con las que se cruzó y se vio en sus fortalezas para salir del aislamiento generado por el sistema de explotación y el estigma que conlleva el trabajo sexual.

En su relato aparece el dolor en el recuerdo de una infancia violentada por el mundo adulto. En dictadura, vivir las persecuciones de los milicos, las burlas, el hacerse cargo de sus hermanxs, defender a su madre a las trompadas cuando le decían «puta», de no sentirse amada, del abrazo seguido a la paliza. Y lo más doloroso fue que no le creyeran cuando cuenta «que me siento en la falda de un tipo por una moneda para el yogurt. El único momento en que yo digo “eso fue explotación y yo no me lo merecía”. Esa secuencia, que fue poquito tiempo comparado con lo que vino después… me dolió horrible».

El abuso y explotación sexual de niñas, niños y adolescentes es una de las peores formas de violencia, porque lxs transforma en mercancía y víctimas de relaciones asimétricas de poder, devastándolxs emocionalmente. Y es la puerta de entrada a las situaciones de prostitución en edad adulta.

En los últimos veinte años, Uruguay se ha ido poniendo a tiro del marco jurídico internacional respecto a la protección de lxs niñxs y adolescentes (violencia doméstica, Código de la Niñez y Adolescencia, violencia sexual, prevención y combate de la trata, por ejemplo). Sin embargo, ese marco legal no siempre se acompaña con presupuestos que permitan sostener esa lucha que demanda estrategias interinstitucionales y proactivas, sin depender de las denuncias que puedan hacer las propias víctimas.

Karina cuenta que recién pasados muchos años logró reconocer que lo vivido entre los 12 y 18 años, era explotación sexual. En aquel momento, la esquina, la frontera o los camiones eran la forma de escapar de su casa, y eso lo «sentía como el paraíso». De los 18 hasta los 26 ejerció la prostitución y luego, hasta los 48 años, se define como trabajadora sexual por contar con la libreta de profilaxis venérea, expedida por el MSP.

En nuestro país, la prostitución se legalizó en el 2002, con la Ley 17.515, que hoy las trabajadoras sexuales organizadas quieren modificar por punitivista y sanitarista. A pesar de la ley, la situación de las trabajadoras sexuales sigue siendo precaria, inestable, sin garantías ni derechos laborales, siempre al borde de las redes de trata y sin demasiadas políticas públicas que les permitan visualizar otras perspectivas diferentes al trabajo sexual.

En la salud, existe una violencia sistémica y humana: que Karina recién a los treinta años tuviera su carnet de asistencia con su nombre, porque antes solo decía «meretriz», ilustra lo inhumano que puede volverse ese sistema. Otro ejemplo, «en el hospital de Paso de los Toros tuve un aborto espontáneo. Ni yo sabía que estaba preñada. Me dejaron ocho horas en una sala fría a que llegara la muestra de Tacuarembó para ver si el aborto era espontáneo o provocado, chorreando sangre en la camilla. Y mientras la mujer me estaba haciendo el legrado sin anestesia, la ginecóloga me decía “no te quejes porque si te gustó hacerlo, tenés que aguantarlo, porque si tuviste el corazón para abortarlo, tenés que tener el corazón para que te lo saquemos”. Más adelante, estaba junto a una compañera a quien las enfermeras no quisieron asistir y yo le recibí a su hija muerta en una chata». O «las compañeras trans, que, para obtener la libreta, la técnica laboratorista las mandaba hacer los exudados al baño público, les salían mal y era Benzetacil todos los meses porque las muestras estaban contaminadas porque el baño estaba sucio; o «el médico que le da un diagnóstico de VIH positivo a una compañera trans, gritándole en el pasillo: “vo, vení acá que tenés sida”. Ella salió y se colgó del puente».

La escritura que se convirtió en un espacio de fortalezas ayuda a comprender: la entrada a la prostitución nunca es libre y voluntaria, más allá de la autopercepción de «que tengo sexo con quien y cuando quiero». Hay múltiples factores que encadenan las decisiones: la pobreza, la soledad, el abuso, el entorno familiar y social, el desamor, el estigma y la autodiscriminación. Luego, se vuelve muy difícil salir: «Cada una va creando sus propias estrategias del no dolor, sin darse cuenta que es una estrategia de supervivencia. Vos hacés cosas para no sufrir. No te das cuenta porque no te consideras parte del todo y la sociedad se encarga de hacerte ver que no sos parte del todo de ellos, durante el día por lo menos. O lo tomas como un lastre o como una forma de aprendizaje, pero olvidar o reconstruir no podés. Cuando una mujer vive muchos años en el ejercicio del trabajo sexual, se vuelve constitutivo». Una vez dentro, la discriminación y la violencia institucional (policía, médicos, justicia) termina cerrando el círculo. Apunta Karina, «el discurso que tienen los proxenetas nos mantiene alejadas del resto de la sociedad, en un submundo que solo ellos dominan porque, si no, ¿cómo se explica que una trabajadora sexual confíe más en el proxeneta y narcotraficante que en un policía o juez? Cada mujer tiene un switch que vos desconectás y se desconecta del mundo. Cuando él conecta con ese switch, cagaste. Casi todas las mujeres que no permiten que las acompañes es porque vienen de una soledad desde muy chicas y entonces no creen en nadie». La soledad de la puta² y vivir en la vorágine para enfrentar lo que venga, no bajar nunca la guardia, darse contra todo y responder, siempre responder.

Con el tiempo, el cuerpo da pistas de lo vivido. Karina me cuenta: «Hacía tres o cuatro meses que ya no estaba trabajando en la calle y por primera vez me estaban pagando un sueldo, me despierto una noche como loca porque tenía que salir a parar porque ta… tenía hambre, tenía un vacío en el estómago impresionante. Y me levanté, buscando mis zapatos de trabajo, mi cartera de laburo… Por allá, no sé qué clic hice y abro la heladera y está llena de comida. Había comida. Acerqué la silla con la puerta abierta y me puse a llorar. Yo me había despertado convencida de que tenía que salir porque no tenía comida y me chiflaba la panza. Eso fue hace casi un año, cuando dejé de laburar. ¿Entendés? Eso de estar todo el tiempo a la expectativa». Abrimos los ojos frente a un acto reflejo y vemos nuestra propia desnudez. Y hoy que ya no ejerce el trabajo sexual, «la verdadera Karina…está empezando a florecer. Karina como palabra propia. Mi Karina. Y estoy hecha mierda. Me duele el alma, me duele todo el cuerpo».

La herencia del «buen decir» de su abuela y madre, la voz de su padre militante y su estrategia guerrera para sobrevivir permiten que hoy diga lo que piensa. Reclama deconstruir el maternar, deconstruir la romantización del parir: que parir cuando no se quiere ser madre «es traer gurises a que se mueran en una sociedad de mierda, porque ya desde la panza eran para no estar». Luchar contra el patriarcado es resignificar a Lilith para que cada mujer viva su sexualidad libremente y enseñar «a los varones que el acceso a los cuerpos de las mujeres es solo y cuando las mujeres quieran y en las condiciones que las mujeres quieran y que no van a ser menos machos porque sean esas las condiciones. Que no tiene la obligación de poseer el cuerpo de la mujer. Que la humanidad no pasa por el glande». Y lograr que las trabajadoras sexuales tomen la palabra para ser ellas quienes cuenten sobre sí mismas y no seguir siendo «objeto de estudio de la academia»


No hay biblioteca que pueda relatar, explicar y comprender lo vivido por los cuerpos de las mujeres víctimas de explotación y trabajadoras sexuales, Karina dice: «Nos apropiamos del capital. Nosotras tenemos todo, la voz, los insumos, todo es nuestro. Si querés hablar de prostitución, ponete los tacones y salí a changar. Y entonces, si alguna compañera accede hablar de prostitución, pagale el polvo, porque su saber también vale. Esa discusión entre abolicionistas y regulacionistas es entre conchetas con plata que tienen la panza llena porque ninguna creció con las tripas pegadas al espinazo y hablan porque el aire es gratis. Es mucho más fácil venir, hacer test y hablar sobre los pobres que empobrecerte para poder ganarte un salario. Eso lo tengo clarísimo».

Desde siempre, sus libretas y cuadernos la han salvado. Ha publicado varios libros³ en los que, desde su propia vida, reflexiona sobre la trata, explotación y trabajo sexual. Me quedo con una frase que Karina escribió en una libreta que generosamente me prestó: «Cuando lo que pasas, el cuerpo no lo olvida, es imposible que ese rescoldo disminuya mis ganas de intentar que no pasen otras gurisas por lo mismo que yo. Así que ahí está el motor que me mantiene en marcha», 23 de julio del 2021.

Sandra Ferrinni: «Mi madre me hizo una muñequita para los pedófilos». Sandra me espera y me recibe cálidamente en su casa. Los espacios son oscuros porque no resiste mucha luz de afuera, «se siente observada». Habla bajito: «Soy Sandra Ferrinni, sobreviviente de trata⁴ y activista contra la trata de personas y contra cualquier tipo de violencia».

Nació y creció en el Cerrito de la Victoria, barrio parecido a tantos otros que conocemos, con veredas, jardines, vecinxs, esquinas, niñxs, placitas. Su madre, docente; su padre, empleado del puerto; un hermano del que no quiere hablar; un abuelo bueno y muchos tíos abusadores. Tenía como vecinos a un viejito panadero y su esposa, que le enseñaba a tejer con un perro que ella veía como el dinosaurio de los Picapiedras. Su mamá le compró cincuenta y dos muñecas, la llevaba a la peluquería, la cuidaba como a una princesa.

Su infancia terminó cuando tenía ocho años: «Mi madre me lleva a la casa del vecino, cantero de por medio. El día que yo salí de la casa del vecino, él quedó tirado, yo di unos pasos para atrás, crucé a mi casa y mi tío me abusó. Ella se puso a cocinar y me amenazaron con matar a mi padre si contaba algo. Entonces me callé por mi padre. Pensé que era lo que me tocaba. Yo todavía estaba sangrando del abuso del vecino cuando me abusa mi tío. Una vez fui al pediatra y le dije que me dolía mucho la pelvis y le dije lo que me hacían y él me dijo que era una mentirosa y que se lo iba a contar a mi madre, yo me puse a llorar y le pedí que no le cuente a mi madre porque sino me iba a mandar con más vecinos. Me hizo poner en una camilla y me empezó a tocar… a los años me di cuenta de que me estaba tocando, me estaba metiendo el dedo. Entonces, ¿a quién le podía creer yo? En la escuela, le abrían el portón a cualquiera que me fuera a buscar, el doctor que me tocaba». La vulnerabilidad de un cuerpo cosificado y una psiquis violentada. Vidas partidas a las que la sociedad indiferente margina, estigmatiza y deja solas: «Yo me quise matar a los nueve años porque no soportaba la situación, apenas se ven las cicatrices con los años. Tomé insecticida, batí un huevo con vainilla y le metí el insecticida. Y agarre un frasco de pastillas porque en las novelas, todos se matan con pastillas. Me tomé un frasco de pastillas y era vitamina A».

La historia de Sandra va de la mano de su madre que la entregó, manipuló y explotó: «Si tu madre te enseña a cocinar, vos te quedás con esa receta. Y mi madre me enseñó a ser puta y yo me quedé con eso». Luego del abuso inicial, a Sandra no la dejaron jugar más ni con las muñecas ni con las amigas, primero, porque su madre la llevaba con los papás de sus amiguitas, y, segundo, porque esos papás no dejaban que sus hijas jugaran con ella. Ella se había vuelto «la loquita de la cuadra» y no ellos los pedófilos.

«Cuando tenía doce años, me hicieron los pechos con aceite de avión. El dolor que yo pasé cuando me los hicieron. Me agarraban de los brazos y me inyectaban con una aguja de caballo. Yo era chatita y me quedaron unos pechos enormes. Yo no quería ese cuerpo. Yo quería el cuerpo de niña». A las víctimas nos vuelven «diabólicamente bellas», puntualiza.

Sandra pasó por esquinas y whisquerías, dando parte del dinero a su madre que luego la entregaría al proxeneta que la termina llevando fuera del país, con documentos falsos. Antes, cumplió un sueño: «Yo me quería casar. Pasaba en la esquina con treinta tipos que se me tiraban arriba, pero me tenía que casar vestida de novia, con la marcha nupcial. Y todo lo hice con la plata de la esquina. Yo estaba apurada porque me quería ir de lo de mi vieja y me casé en la Gruta de Lourdes. Él no quería que trabajara…en ese momento, porque después sí… él me vio cuando me llevaban a Europa». Y, en ese momento, su madre se queda con su hijo, «la niñera más cara del mundo: mi vida tuve que dar para que creciera mi hijo».

«Y cuando venía, traía cinco mil dólares y se los quedaba ella. No quería que viera o hablara con nadie. Seguía estando presa porque a donde iba, me seguía un coche. En general los proxenetas que vienen, lo hacen en octubre y se van en marzo, cuando termina carnaval, que yo le llamo el tiempo de cosecha. Y esos proxenetas te están vigilando de que no te vayas ni hables con nadie».

Estuvo treinta y siete años en la red de trata, en varios países de Europa y el funcionamiento es el mismo: proxenetas que manejan a muchas mujeres indocumentadas o con documentos falsos, vulnerables, aisladas, ejerciendo la violencia y el abuso. Para ellos, las mujeres son máquinas que cuando menstrúan, deben colocarse una esponja porque «pierden aceite». Luego están los perpetradores o puteros, que son los que pagan por el servicio sexual y les gusta llamarlas «mi putita» (y a los que Sandra se niega a llamar «clientes», como tampoco puede definir el servicio sexual como trabajo: «Para mí, el servicio sexual no es un trabajo porque te penetran, te abusan, te humillan, te desnudan. Yo estaba en situación de prostitución forzada, de explotación, pero no era un trabajo»). Los lugares son la web, la esquina, los prostíbulos más miserables, la plaza, la carretera o las discotecas, pueden ser vip o escort: son víctimas de explotación sexual, proclives a enfermedades, abortos mal atendidos y adicciones. El percibirse como tales les lleva mucho tiempo, porque todo el sistema logra naturalizar su vida a través de la violencia ejemplificadora, el aislamiento, la soledad, la familia distante.

Esa misma distancia hizo que a Sandra le costase ver que su familia fue el primer lugar de abuso. La distancia diluye la responsabilidad y las vuelve a dejar solas para resistir o escapar: cuenta de varios intentos frustrados porque se escapaba y cuando le giraba plata a su madre, esta avisaba y los proxenetas la buscaban, y de nuevo el círculo del que las que logran sobrevivir, lo hacen rotas y doloridas. Muchas quedan en el camino.

En el medio de infierno, siempre puede haber una historia de amor y Sandra me cuenta la suya. Estando en Italia y en un momento en que, por menstruar, no podía salir, vio por la televisión a manifestaciones contra unos centros de recepción de migrantes que lo que menos hacían era protegerlos. Algo la atrajo, quizás la posibilidad de salvarse, de contar su historia y salvarse. Cuando va, conoce a Bruno, un argentino exiliado con el que enseguida siente la conexión y comienzan una relación a escondidas y con todos los miedos e inseguridades. Era la primera vez que se sentía amada. Sin embargo, no pudo contarle su historia, no pudo. Por miedo a ser juzgada y abandonada. A pesar de todo, el amor le dio fuerza para escapar y vivieron cuatro meses juntos. Descubrió un nuevo sentido en su vida: luchar con y por otrxs. Pero seguía sin poder contar su historia de abuso y violencia. Cuando está por hacerlo, cae nuevamente en las redes y cae profundo. Solo podrá salvarse cuando un accidente la deje paralítica: la «máquina» queda fuera de servicio y logra definitivamente escapar, logra volver a Uruguay porque aquí está su hijo y nietxs y porque esa familia la precisa y ella, quizás, sienta que es una forma de redimir su propia infancia y construir otra familia. ¿Y el amor? A los días de que Bruno le pide que vuelva porque él se muere de amor, Bruno muere. Muere de forma definitiva y ella se queda con la promesa de llevarle una rosa azul a la tumba.

El amor salva, pero las historias de amor no siempre terminan como queremos que terminen. Y la vida de Sandra hoy continúa en la casa que pudo construir, cuidando a sus nietxs, procesando el ser sobreviviente de trata, abriendo cajas y recuerdos que aún duelen para poner en palabras los abusos, los traumas y las formas de resiliencia que va pudiendo construir, acompañada, como siempre, de su osito, que se fue rompiendo en la medida que ella comenzó a sanar, lo que pudo sanar. No es fácil, pero es necesario.

Sandra me habla de la letra de una murga y la música queda sonando: «¡Que no es mercadería que se descarta!/ ¡Si nadie va al burdel ya no hay más trata!/ ¡Ni arreglo con los jueces ni con la cana!/ ¡Ni el burdo proxeneta que te las mata!/ ¡Las drogas y el garrón que las embaraza!/ Y no hay un protocolo que te las salva…/

Un cuerpo de mujer es un jardín de dignidad/ que empieza a florecer con la mirada…»⁵


_______________

¹Karina Núñez define al reduccionismo como «la acción de reducir el tiempo que pasen las personas en ejercicio del Trabajo Sexual, disminuyendo así la posibilidad de que se convierta en un proceso de naturalización espiralada para sus sucesorxs», en El ser detrás de una vagina productiva, Uruguay, 3. ra edición, 2021.

² «Hablo de la soledad de la puta porque ese tema no se ha tocado. Nunca se menciona la soledad de la puta. Es una soledad que viene de la forma, que dice cómo es el entorno de la puta. No es una soledad buscada, es la soledad construida desde fuera, es un sentimiento de soledad en el medio de tus relaciones.» Sonia Sánchez en Ninguna mujer nace para puta, de María Galindo y Sonia Sánchez, Argentina: Lavaca, 2007.

³El ser detrás de una vagina productiva (2017), Manual de una buena puta (2021), ¿Con qué sueñan los hijos de puta? (2022).

⁴Stephanie Dermirdjian define a la trata de personas como «la captación, el traslado y la recepción de personas dentro de un país o a través de fronteras para explotarlas. Puede tener como fines la explotación sexual comercial, el trabajo forzado, el tráfico de órganos o la venta de niñas y niños para la adopción, entre otros. Los protocolos internacionales la definen como “una forma de esclavitud moderna» que afecta prácticamente a todos los países del mundo, que pueden funcionar como punto de origen, tránsito o destino”» A su vez, «la ley integral contra la trata de personas aprobada por Uruguay en 2018 define la trata con fines de explotación sexual como el acto de “inducir u obligar a una persona a realizar actos de tipo sexual, con la finalidad de obtener un beneficio económico o de otro tipo para sí o un tercero. Esto incluye los actos de explotación a través de la prostitución, la pornografía u otras actividades de naturaleza sexual”». Recuperado de <https://ladiaria.com.uy/feminismos/articulo/2020/7/la-trata-de-ninas-y-mujeres-con-fines-de-explotacion-sexual-un-problema-relegado-en-uruguay/>.

⁵La trata, de la murga argentina El Remolino: <https://www.youtube.com/watch?v=pL71OIF1kTQ>.

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