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Foto del escritorPiel Alterna

El teatro más allá del miedo

Texto por Roxana Rügnitz / Fotografía por Mariela Benítez

Escenidades



En una pequeña o gran ciudad o pueblo, un

gran teatro es el signo visible de cultura.

Laurence Olivier


La palabra cultura nos atraviesa, la usamos de manera recurrente para explicar algunos aspectos de nuestra forma de vida y justificar otros. Pero, ¿qué es la cultura?


Andrea Imaginario, especialista en literatura comparada e historia, dice que la cultura es «un conjunto de bienes materiales y espirituales de un grupo social, transmitido de generación en generación, a fin de orientar las prácticas individuales y colectivas». Es evidente que la cultura es un hecho humano por excelencia. A través de ella mostramos quiénes somos y dejamos una huella de nuestra existencia. En este número, el concepto de cultura viene asociado a la clandestinidad. ¿Existe un momento en que la cultura debe volverse clandestina para sobrevivir?


La clandestinidad es un hecho político que, vinculado a la cultura, opera como un motor de acción. Hay en ella una semilla de rebelión ante una realidad que se percibe como opresora o injusta. Cuando la cultura necesita existir fuera del radar para sobrevivir, se dispara una alerta que nos muestra que algo en nuestra sociedad no está bien.


Hace dos años que vivimos en pandemia. La nueva estructura de control ahora se llama miedo y nos ha convertido en potenciales enemigos, por lo que nos encerramos solos, sin necesidad de un aparato represor, formal. En este contexto, las artes se han vuelto prohibidas. Mientras los shoppings parecen inmunes a la enfermedad, los teatros se convirtieron en lugares peligrosos.


El teatro tiene experiencia en la clandestinidad. Ha tenido que vivirla en todos los sentidos, desde el político al sanitario. Durante estos tiempos en que el contexto impuso un retraimiento de todas las formas de arte, el territorio teatro ha debido repensarse y descubrir formas alternativas de creación. En ese sentido, en Escenidades quisimos dejar evidencia de un teatro que intentó subsistir fuera del marco oficial. Repensar formas de hacer, obligados por las circunstancias, amplifica las posibilidades creativas.


Entonces, cuando las puertas de los teatros se cerraron, surgieron focos ígneos en los lugares menos pensados. Se abrieron espacios en casas particulares, ofreciendo un recurso privado para hacer teatro. Esto trajo aparejada la descentralización del hecho artístico y el encuentro con un público distinto. Como comprenderán, el concepto de lo clandestino nos impide dar referencias de los lugares donde sucedieron estos acontecimientos. Baste decir que fuimos parte de algunos de ellos, como testigos directos.



La primera de las experiencias de las que podemos dar cuenta, sucedió en una casa particular, de un barrio periférico de Montevideo. La gente fue contactada por medios privados a través de los cuales se les daba las señas específicas para llegar. Se llevó a cabo en el living de una casa que, claramente, había sido transformado en otro espacio. Las personas se acomodaron frente a lo que se podía identificar como la escena. El manejo de las luces era manual —todo muy casero—, pero estaba incluido dentro del pacto ficcional, instalaba el ambiente necesario para que la magia se produjera gracias a las obras realizadas, en esta ocasión, por Tatuteatro.


La segunda experiencia sucedió en las afueras de Montevideo, en una chacra, con las mismas claves para el acceso. La diferencia es que el espectáculo sucedía afuera, en los alrededores de la casa. En este caso la gente que llegaba se reunía cerca de un fogón a esperar. Era finales de junio y por lo tanto hacía frío. El terreno estaba fangoso, ya que había llovido la noche anterior. Tanto que pensamos que se suspendería, pero no. La gente respondió igual. Asistieron preparados para el frío y la lluvia, deseosos de un encuentro con el teatro. Fue extraño ver los rostros de los invitados, con una luz inusual, movidos por la fascinación y las ganas de vivir una experiencia artística aún en un clima poco propicio, nadie se fue.



En un momento dado, las personas fueron guiadas por la actriz, con un gesto que indicaba que había que seguirla. Mientras ella los llevaba por los senderos embarrados de la chacra, iba diciendo su texto. Entonces algo extraordinario sucedió. El frio desapareció, a nadie le preocupó ya la lluvia pues habían sido tomados por el monólogo de Fedra (un texto de Marianella Morena). El cierre de lujo fue un concierto de canto lírico entre las hojas y el agua, abrazados por la emoción. Una vez finalizado el espectáculo, los asistentes fueron convidados con un guiso de lentejas, pan casero y una copa de vino, en un acto de comunión sagrada. Algo se hizo claro en esa jornada, todos comprendieron que estaban siendo parte de algo más grande, el hecho de estar allí representaba un privilegio.


No queda mucho más para decir. Solo dejar registro de que en algún momento, personas que no eran del universo del teatro, se sintieron llamadas a accionar y se produjeron hechos que, tal vez, queden en el olvido, pero fueron hechos culturales de subsistencia.


¿Estos espacios llegaron para quedarse? ¿Se abrirán nuevos reductos, más allá de la pandemia, para hacer teatro fuera del centro? Lo que esta experiencia nos deja como saldo es la convicción de que no hay forma de frenar la acción humana. La prohibición siempre será leída como un acto peligroso que implica consecuencias mayores que las de un virus. Especialmente, cuando se trata de prohibiciones sesgadas, que solo se imponen a la cultura y no al mercado económico. En definitiva, estos actos son una fuerte evidencia del poder de la cultura más allá del miedo.






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