Texto y fotografía por Mariela Benítez
Piel Crónica

Decir cuerpo es nombrar algo que permanece oculto […] el tatuaje pone en evidencia la inexistencia de un cuerpo puro despojado de toda significación y sentido. Todo significa. El cuerpo deviene códice, relato.
Mauricio MOLINA
Nunca me hice un tatuaje. Quizás, por ello quiero escribir sobre cuerpos tatuados. Acompañé a Lorena a tatuarse con Florencia. (1) Y con ellas conversé. El tatuaje es una práctica ancestral que ha cambiado a través del tiempo y según las sociedades. Del neolítico nos llega Öetzi, un hombre cuyos restos fueron encontrados en los alpes austroitalianos, de una antigüedad de 5300 años, con su piel tatuada con puntos, rayas y cruces. Hoy, abundan casas de tatuajes de todo tipo y color. Si la práctica se parece, en sus sentidos y en sus formas, ¿qué tan distintos son?
Comienzo por la etimología: tatuar viene del polinesio tátau, que significa marcar algo, golpear o remover, dibujar sobre la piel por medio de golpes repetidos. Florencia me cuenta que: «Técnicamente, herimos nuestro cuerpo para depositar tinta en la capa del medio de la piel, la dermis, porque si se depositara en la epidermis, nosotros que estamos constantemente cambiando de piel, renovando células, sería un tatuaje temporal y el objetivo del tatuaje es que sea permanente». Herimos nuestro cuerpo, me dice, y se vuelve para mí una imagen fuerte.
En los inicios, el tatuaje y la pintura corporal eran formas de expresión comunitaria, sostenidas en el sentido de pertenencia e identidad del individuo dentro de un colectivo. Una forma de marcar la territorialidad en el cuerpo, que se vuelve mapa de relaciones que nos unen a un lugar, a una historia y a un pueblo. Eran parte de rituales, de ceremonias.
Byun Chul Han analiza a la ritualidad como acto narrativo que genera una comunidad de resonancia, hacia lo divino, hacia lo temporal, la eternidad, y hacia las personas que conviven, permitiendo la armonía. Los rituales como: «… técnicas simbólicas de instalación en un hogar. Transforman el “estar en el mundo” en “estar en casa”. […]. Son en el tiempo lo que una vivienda es en el espacio. Hacen habitable el tiempo». (2) Parafraseando a Roland Barthes, puedo habitar el sentimiento, a través de lo ritual que me protege.
Estas consideraciones sobre la ritualidad me ayudan pensar la práctica del tatuaje como una forma de hacer corpórea la pertenencia, los saberes, la memoria individual y colectiva. Nuestros cuerpos son algo más que nosotros mismos en el espacio. Nuestros cuerpos son el soporte natural de nuestra historia, son un instrumento de comunicación que expresa quienes fuimos, somos o queremos ser, visibiliza una carga simbólica con sentido, además de ser socialmente construidos. Se vuelven códices, textos en donde contar historias.
Aquel sentido originario y tribal del tatuaje (identificación/ pertenencia/diferenciación) ha ido mutando, en la medida en que esa sociedad, desde la modernidad occidental, se fue fragmentando en una sociedad de individuos, aunque sin perder el carácter simbólico de la práctica en sí. Es decir, frente al aparente poder omnipresente del sistema capitalista por cooptar, absorber y mercantilizar cualquier práctica que alguna vez tuvo un sentido espiritual o, por lo menos, no monetario, el tatuaje sobrevive como ceremonia y vía expresiva de identidad, reafirmación y diferenciación, ahora personal. De esta forma, la piel se vuelve el medio por el cual exponer mi mundo interior mediándolo con el exterior. Un adentro y un afuera siempre interconectados.

Cuando le pregunto a Lorena sobre el motivo de «herir o lastimar su cuerpo», ella me habla de: «Materializar cierto dolor y materializar procesos que, si bien han tenido desenlaces felices, evolutivos, también en su momento representaron algo adentro y un dolor. Yo empecé a tatuarme muy a conciencia después de empezar mi proceso terapéutico y de sanación. De ir hacia el camino de la sanación. Ahí empezaron a cobrar sentido otros símbolos que yo sentía que otra forma de transitarlos era materializarlos en mi cuerpo. Se volvieron muy simbólicas las cosas que agregué y las cosas que fui generando»
Nos narramos cuando reescribimos nuestro cuerpo. Él se vuelve lienzo donde manifestar miedos, fantasías, deseos, conflictos, caminos por los cuales transitamos día a día, volviéndose presencias permanentes. En una sociedad marcada por lo efímero, lo fugaz, que consume y deshecha, marcarse la piel «para siempre» puede ser una estrategia que transgrede la idea de cuerpo puro. Conscientemente le estoy dando voz por medio de imágenes, palabras encerradas en símbolos cuyos significados pueden ser compartidos socialmente y cuyos sentidos, sin embargo, solo quien elige qué tatuarse, sabe y conoce.
El dolor que produce esa herida —por la cual se paga—, es inevitable y se vuelve iniciático porque no responde solo al nervio. No. El dolor, según Florencia: «Es el ingrediente fundamental. Cuando pasamos por procesos emocionales, está todo acá en la cabeza y en el corazón, son todos sentimientos, que no son tangibles. Es todo muy sensorial y el escribirlo en un papel puede ser un medio, como muchos, así como tatuarlo. Y ese dolor es la llave de hacerlo consciente: lo siento acá y lo estoy viendo. Y el dolor es lo que te permite materializarlo, darle forma». Para Lorena, el tatuaje pasa a ser una especie de recordatorio «de lugares a donde no volver o estados a los que no volver o estados en los que sí quiero estar y a veces pierdo de vista. Tengo el tatuaje a la vista y me doy cuenta que esto es lo que me hace bien o esto es lo que quiero».
Pensar al tatuaje como ayudamemoria me lleva a los lugares del cuerpo donde hacerlo: la piel es una pantalla que nos proyecta hacia fuera pero no todo lo que nos tatuamos es para ser visto por el exterior. Puntualiza Florencia: «Es muy personal, pero el lugar va a estar vinculado con lo que nos queramos tatuar pero no directamente con lo que significa. Lo máximo que puede pasar es pensar si querés vértelo como amuleto, recordatorio. El lugar es meramente estético y si quiero que los demás lo vean o verlo solo yo y esconderlo», a lo que agrega Lorena: «Para mí lo importante es si yo quiero verlo o no. En mi caso, el único tatuaje que lo pensé en un lugar particular fue el del ojo y la frase que está en el chakra corazón, con eso de empezar a ver desde otro lugar».

Vuelvo al dolor. Las marcas que nos hacemos en la vida (operaciones, caídas, estrías, partos, quemaduras) hablan de nosotros. Pero hay cicatrices aún más dolorosas por difíciles de ver y entender: los cortes y las marcas de autolesión. Tanto en este caso como en el tatuaje hay, una voluntad de lastimar el cuerpo, de herirlo para expresar algo. Florencia comenta: «Y… es eso con otra cara. El tatuaje en general está socialmente aceptado, la cicatriz del dolor no, porque te van a poner en un rinconcito que no está bien. Yo fui una de esas niñas dolidas por el mundo y que me llegué a cortar. Cuando descubrí que podía sentir dolor, inconscientemente, me di cuenta de que buena parte de los tatuajes que me hice eran para sentir dolor. Creo que lo que transforma a esa herida es tener esa conciencia de por qué, de aceptarlo. Porque ese proceso doloroso que está pasando va a seguir existiendo, pero si lo querés llevar, pensar por qué lo querés llevar. Vas a transformarlo. No deja de ser dolor, no deja de ser herida, pero muta». Y se desliza una sutil diferencia: hay un intento de sanación.
Finalmente, despojado del sentido comunitario, el tatuaje mantiene la esencia ceremonial (decisión, elección y sentido que trasciende a lo meramente estético) y se afirma como medio de manifestación profundamente personal —indisoluble con lo social— que transforma, a su vez, al tatuado, volviéndolo un nuevo personaje que se reinserta y se resignifica en la sociedad.
Florencia me cuenta de su propio camino de aprendizaje y toma de conciencia, al volverse tatuadora: «De entender que estoy lastimando a mi cuerpo, entonces ahí se genera un filtro de por qué y para qué lo hago, qué estás generando. Aprendés a leer a la persona que viene a hacerse un tatuaje y te das cuenta de que esos filtros que fuiste generando con el tiempo, los podes volcar ahí también. Se genera una responsabilidad de ser tatuadora en esa pregunta: “¿de verdad estás segura de lo que querés hacerte?, no pasa nada si no te lo haces hoy”. Sacarle el peso de la plata: tatuar para hacer plata, lo deconstruí también. Porque es verdad que tatuar da plata, pero sacarle ese protagonismo al dinero y ponérselo a lo que hacés y esa conciencia de entender de por qué lo haces». Ser más que el ojo y la mano que tatúa, escuchar y generar confianza para que la persona se sienta bien y segura de lo que quiere hacerse. Que venga bien descansada, hidratada, que no venga resaqueada. Con el cuerpo preparado para esa herida anhelada.
Supongo que, por todo esto, la búsqueda y la elección de con quién tatuarse es parte de ese ritual. La creación es colectiva entre Lorena y Florencia, y por ello es tan importante el vínculo para ambas. Esto cobra más sentido en nuestra sociedad actual de incertidumbre y de encierros. Lo que estas mujeres buscan y quieren son vínculos profundos que generen ese espacio de armonía donde decidir, porque nuestra piel y cuerpo no admite virtualidad. Todo nos atraviesa y, tal como esas agujas se sumergen para depositar tinta en nuestra dermis, podemos sumergirnos en las profundidades y escarbar en lo más oscuro para emerger más auténticas y enteras.
En definitiva, con el cuerpo como medio y mensaje, transitamos una búsqueda de sentido que nos conecte con lo esencial, sin necesidad de irnos más lejos que nuestra propia piel. Me viene una imagen, ofrecida por Péter Nádar (citado por Chul Han): «Desde que vivo cerca de este enorme peral silvestre, ya no tengo que marcharme fuera cuando quiero contemplar la lejanía o recapitular en el tiempo. Uno tiene la sensación de que aquí la vida no consta de vivencias personales […], sino de un profundo silencio» (3)

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1. @Flowtattoo_studio https://instagram.com/flowtattoo_studio?utm_medium=copy_link
2 Byun Chul Han, La desaparición de los rituales, pag 12, 2020, ed Herder, Barcelona.
3. Byun Chul Han, La desaparición de los rituales, pág. 43, 2020, ed Herder, Barcelona
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