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  • Foto del escritorPiel Alterna

El cuerpo como escudo


Texto por Roxana Rugnitz / Fotografía por Mariela Benítez

SobrEllas



[…] las desigualdades son creadas por el modo en que el poder articula las identidades; son resultados de una estructura de opresión que privilegia a ciertos grupos en detrimento de otros.

Djamila RIBEIRO

Lugar de enunciación. Feminismos populares


En el análisis que realiza Simone de Beauvoir en su libro El segundo sexo (1949), se plantea la idea de que la mujer ha sido, históricamente, definida a través de la mirada del hombre. Sobre esa perspectiva, la filósofa funda la categoría del otro. Es a partir de este concepto que Djamila Ribeiro afirma que «ninguna colectividad puede definirse como una sin colocar a la otra delante de sí misma». (1)


Quisimos comenzar la nota con ese postulado para enmarcar el tema: la frontera divisoria entre el uno y el otro, problema que aparece definido desde el cuerpo, a partir del género, de acuerdo a Beauvoir, pero también desde un enfoque étnico, según Ribeiro.


En esta oportunidad, estamos ante el desafío de romper esa frontera para contar una historia que no es la nuestra, las de ellas, las silenciadas en nombre de una jerarquización que proviene de la hegemonía heterosexual, blanca y eurocéntrica.


El tema que nos convoca, «Piel, cuerpo y territorio», nos dio la oportunidad de conversar con tres mujeres que traen consigo una historia grabada en la piel. Ellas son activistas, trabajadoras, profesionales, madres, ellas son mujeres afrodescendientes. Sus palabras traen relatos que atraviesan tiempos, dolores y acciones. Nos encontramos a charlar con ellas y sus voces claras, impactantes, enojadas y divertidas lo tomaron todo. Ellas son:


Loana Ramirez, «soy mamá de gemelos». Así se presenta y luego agrega el resto: auxiliar de servicios en el Hospital Maciel. Militante e integrante de la agrupación Mizangas. (2) Le encanta el carnaval y, muy especialmente, el candombe. Fernanda Olivar: «soy mamá de dos niñxs y antropóloga», así se define, para luego continuar en la línea de lo que hace: «soy docente universitaria, aunque no por vocación, pero aprendí a querer la docencia y además es un campo de militancia académica. También milito en distintas organizaciones del colectivo afro». María Mael Ortíz nos cuenta «tengo 40 años, me encanta bailar y cantar, formo parte de la comparsa Valores de Ansina. También soy mamá».



En las tres está bien definido el campo de acción desde lo que son a lo que hacen. Cuando hablan, toda la sangre aparece como una fuerza que amplifica el valor de las palabras. Tres mujeres diferentes, con carácter y convicción. Les proponemos un disparador como punto de partida. ¿En qué medida el cuerpo racializado ha impactado sus vidas? Es Fernanda quien toma la palabra para organizar en el discurso, lo que ha significado en ellas, la construcción de sus identidades como mujeres negras.


«Creo que es importante partir de los trayectos de vida de cada una. En mi caso, por ejemplo, soy uruguaya, pero viví en Chile trece años. Me fui con cuatro años y volví a los diecisiete. En Santiago de Chile vivía en un lugar bastante céntrico, muy comercial. Ser una niña afro en un país extranjero ya implica un tema…» Si hablamos de líneas que representan límites artificiales entre seres humanos para la configuración de la identidad, en la niñez de Fernanda se entrecruzaron al menos tres: el hecho de ser mujer, negra y extranjera lo que, en parte, ha determinado la persona que es hoy.

Sus palabras surgen de una voz calma, pero firme, mientras nos cuenta su historia. «Con el tiempo, entendí que esa vivencia fue el primer elemento central en la construcción de mi afrodescendencia. Yo no crecí rodeada de mi familia, ni de esa representatividad de la negritud alrededor. Venía una o dos veces al año de vacaciones y para mí era fantástico ese encuentro con otro mundo. Siempre estuve cerca de algunos elementos culturales, pero lo que tiene que ver con la negritud, me faltó un montón. No sé si tenía plena conciencia de ser una niña negra. Seguramente no tenía esa conciencia que es más crítica y activa, pero algo sabía, porque para ir a la escuela me tenía que armar de todo el valor posible para soportar el “¡bañate en leche!” y todas las otras cosas que me decían todos los días, con lo cual, también me enfrentaba al racismo institucional». Mientras Fernanda nos lleva de la mano a ese recuerdo tan personal, los cuerpos presentes en la entrevista se tensan, como queriendo sostener todo el peso del dolor de aquella niña. Sin embargo, el relato de la mujer que es ahora, consciente de su historia, se va construyendo desde la convicción y la certeza de que esas heridas son una carga ajena a ella.


«Era un momento en que no había diversidad de personas. No existía el flujo de inmigrantes que hay hoy en Chile. En 2017, pasé por Santiago y me di cuenta del cambio que hubo en esos lugares que yo habitaba en total soledad. Ahora son lugares más ennegrecidos. Cerca del que fue mi barrio está el Bella Vista, un barrio súper bohemio, donde había una salsoteca. En aquella época, dos por tres alguien llevaba a algún músico afro y, al pasar por ahí, mi viejo gritaba “¡primo, primo!”. Como esa necesidad de reconocerse para no sentirse tan solos. Fue difícil. Cuando volví, con 17 años, al Uruguay, donde existe una importante población afro, entré en la facultad. Entonces pensé: ´ ¿dónde estamos?, y no, no estamos. Después de muchos años me di cuenta que todo ese proceso fue un elemento fundamental en mi construcción identitaria como mujer afro. Aunque me sigue impactando todos los días. Vivo en Uruguay, en mí país, y esto que soy, que es indisociable de mí, condiciona muchas de las cosas que quiero llevar adelante».

Loana, que la escuchaba asintiendo todo el tiempo, como diciendo con el cuerpo que entendía cada palabra, nos cuenta su vivencia. Lo hace desde una voz urgente, menos calma y con un tono que subraya cada momento.


«Yo, en cambio, vengo de una familia en la que mis alrededores eran todos afros. Me doy cuenta de que soy afro desde muy chica. Con mi hermana íbamos a una escuela católica, donde las únicas afro éramos nosotras. Fue ahí donde vivimos “el problemita” de la discriminación, en primera instancia. Los chistes recurrentes de lxs compañerxs blancxs sobre el peinado que usábamos, eran el ataque diario. Me acuerdo del día que íbamos a tomar la comunión. Teníamos que usar el uniforme y un broche en la cabeza con la media cola. Imagínense mi pelo afro, lo difícil que era. Mi mamá nos hacía brushing para facilitarlo, pero el día de la comunión había una humedad tremenda, no me olvido más, mi pelo parecía un esponjal. Es que nuestro cuerpo afro es todo, desde el dedo hasta el pelo. Tengo motas, era imposible hacer la media cola exigida. Entonces, aparecía siempre la señal, la marca distintiva que señalaban desde la burla».


Mientras Loana continúa con su relato entretejido entre la piel y el pelo, a todas nos queda una sensación de historia silenciada y que es necesario registrar, también, en lugares que trasciendan los márgenes de la comunidad afro, porque, fuera de esa frontera, es imprescindible. Giovana Xavier, en su artículo «Feminismo: derechos autorales de una práctica linda y negra», afirma sobre el tema: «En el diálogo, que también se refiere a protagonismo, capacidad de escucha y lugar de enunciación, hagámonos la siguiente pregunta: ¿qué historias no son contadas?, ¿de quién es la voz reprimida? […]». Esta cita resulta una evidencia más de que no todas las voces están presentes y desconocerlas es quitarles el derecho a la existencia.



En este sentido, Loana aporta una cuestión que es relevante, porque, cuando no se habilita la voz por la vía de los hechos, es necesario tomarla: «Yo intento hablar para explicar, pero fui una niña violenta, porque cuando no me entendían, mi táctica era ir al golpe y ahí me convertía en la niña con problemas de conducta. Sí, había un problema, algo estaba pasando que me provocaba, pero nunca nadie se enfocó en eso. Esas circunstancias me definieron, yo no me podía concentrar en clase, no podía estudiar, porque mi cuerpo y mi mente estaban en otra cosa».


«Claro, estaba enfocado en sobrevivir al espacio en lo cotidiano —responde Fernanda— en el derecho a existir, eso ocupa mucho tiempo. En ese proceso te descubrís como una persona negra. Porque la diferencia de razas aparece, sobre todo, en el sistema educativo, a partir del momento en que alguien te dice que sos negra. Entonces, alrededor, se va formando ese contexto de la desigualdad en el que experimentás las consecuencias de lo que significa el color como una diferencia. En tanto seres humanos, somos distintos, pero uno se torna negro cuando empieza a entender que eso es una marca, un estigma que viene de afuera y te hace descubrir tu realidad».


«Sí —continúa Loana— nuestro cuerpo siempre va a ser nuestro escudo, en el trabajo, en las calles. Sobre todo para nosotras, mujeres negras. Porque en el imaginario aún existe esa concepción de que ser una mujer negra es estar siempre caliente, que siempre querés y estás disponible para ellos y no. Mi cuerpo es mi resistencia. Estoy, con mi tamaño y con mi derecho a ser». La cuestión de la presencia, de la corporalidad en la calle tiene variables. Del deseo sobre esos cuerpos, vistos como un campo con derecho a explorar, a la inexistencia, donde el cuerpo se vuelve un territorio de choque. La forma de habitar los espacios, en ellas, termina siendo siempre de conflicto, porque la hegemonía blanca y heteronormada aún se comporta como colonizadora.



Nos queda la voz de María Mael, atenta, callada y siempre con una media sonrisa. En cierto momento rompe su silencio para contarnos su historia. «Yo me crié, afortunadamente, en el barrio Palermo, donde sí había una población negra importante y fui a la escuela Venezuela. Todos sabíamos que éramos del barrio de los negros, donde estaban los tambores. En ese contexto, también teníamos que tener cuidado, porque se decía que ir a escuchar tambores era peligroso, más si eras mujer. A las bailarinas se las considera putas. En mi familia, una tía fue quien nos abrió esa posibilidad. Contra toda resistencia del padre, ella empezó a bailar en el grupo Bantú, en el que sus integrantes “no eran tan negros”, porque también está eso, el racismo interno. Existe el negro “che” y el negro “usted”. Según tengan dos apellidos o uno, y marcan la diferencia».


La intrahistoria, donde la resistencia también tiene que ver con la apropiación de los espacios por parte del varón, marca otro campo de batalla. Las llamadas han sido, históricamente, una fiesta. Su fiesta, que las mujeres afro debieron conquistar como un espacio de encuentros donde se tejieron las más importantes redes de amistad y sostén. En ese sentido, Loana aclara: «Las llamadas eran nuestras y las compartimos, pero ahora son un espectáculo para afuera. Incluso cambió el lugar original. A mí me duele que no se hagan más por Isla de Flores, porque ese era el espacio. Nos sacaron el lugar donde se hacían las llamadas y nos sacaron de nuestras casas. No somos nosotrxs quienes vivimos ahí». Es impactante descubrir en el relato de Loana, un proceso de gentrificación que ha corrido de su territorio a la población afro, redefiniendo la lógica del barrio y el objetivo de las llamadas.


En ellas, vamos armando historias, que son muchas y que no logran ser abarcadas por un artículo. Son relatos que están allí, latentes, que quieren salir y reclamar su derecho a existir. Este espacio se vuelve minúsculo ante sus voces. Así como Fernanda, cuando llegó a la facultad, se preguntó dónde estaban, nos preguntamos también ahora, ¿dónde están sus voces, sus cuentos? ¡A dónde podemos ir a leer su poesía, su narrativa sobre cómo la forma del trenzado, por ejemplo, está asociada a un recurso que usaban las mujeres para no olvidar el camino que debían hacer y para guardar en ellos las semillas que necesitaron para sobrevivir? Las preguntas se acumulan y esperan respuestas.


Mientras tanto, vamos cerrando esta nota con sus palabras: «… El tema es la negritud que media entre las relaciones humanas, el tema es cuando la persona racializada se para frente a eso y le hace ver a lxs otrxs que están mal, porque la interpelación duele…». «… El proceso es lento, y ver cabezas tan cerradas duele. Nosotrxs somos quienes siempre estamos en la línea de la resistencia. Desde la historia, desde cómo llegaron lxs afros a América hasta hoy… Pero todo va a mejorar, estoy segura».




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