Texto y fotografía por Virginia Mesías
Cuerpos en Tránsito
No puedo oírte. No puedo oír tu voz. Es como si me bebiera una botella de anís y me durmiera en una colcha de rosas. Y me arrastra, y sé que me ahogo, pero voy detrás. […] Y sé que estoy loca y sé que tengo el pecho podrido de aguantar, y aquí estoy quieta por oírlo, por verlo menear los brazos.
Federico GARCÍA LORCA
Bodas de sangre
Y entonces el conflicto, la tragedia incluso, se nos presenta cuando sí oímos, cuando sí escuchamos y cuando vamos detrás. Siempre ha sido de esta manera: cuestión de instinto, de pasiones simplemente; tan simple como que allí intervienen nuestro cuerpo, nuestra edad, nuestra propia conciencia tan severa, la vida misma con sus pesos, límites y prejuicios. Y vamos de un lado al otro y nos ahogamos muchas veces, hasta que decidimos optar por el anís y la colcha de rosas. Nada sencillo.
Recuerdo una de las primeras presentaciones de Analía Zufiaur, era diciembre del año 2003, en un teatro de Gonzalo Ramírez por barrio Palermo. Porque esta vez, Cuerpos en tránsito no va a tratar sobre artistas reconocidas o de nombres internacionales, tampoco sobre mujeres de piedra que intentan ganar territorio. Esta vez, el cuerpo en movimiento es el de una mujer común y cotidiana, una más de nosotras, pero no menos. Analía Zufiaur cumple en dos meses 50 años, ella misma me dice: «Yo ya no soy joven, yo ya soy veterana para esto». Pero también, y yo no lo sabía, cumple sus bodas de plata: 25 años bailando flamenco.
Analía Zufiaur no tiene el cuerpo delgado y liviano que se espera, tradicionalmente, en la danza; es madre de dos adolescentes que viven con ella las 24 horas del día de todos los días del año, y trabaja ocho horas diarias, como la mayoría de nosotras. Y baila, baila flamenco porque es inevitable. Me explica que necesitaría tener varias vidas o mundos paralelos para aprender en cada uno excelentemente la bata de cola, excelentemente el abanico, las castañuelas, el mantón, los giros de pecho y los cambios de peso en el cuerpo para tener unas piernas ágiles y que el soniquete sea maravilloso, y las palmas y el cajón y cantar… Me explica que se guarda el tiempo con cuidado para ese encuentro, porque el flamenco es el espejo para encontrarse consigo misma para lo que necesita ser perseverante y consecuente. Al comienzo, recuerda, los pies se le trancaban y sentía que se iba a caer, que era imposible coordinar las brazos con los pies y luego la cabeza y la cintura y la cara, pero así fue, así continuó porque el baile la desnuda por completo y cuando no llega al ensayo entera, al cien por ciento, piensa: «¿Y si no tuvieras esto? ¿Y si no pudieras hacerlo?» Defenderlo con claridad y entregarse; entregarse como a un amante «porque no es un pasatiempo ni un juego, es raíz y eje absoluto de la vida».
Me dice que a pesar de las cartas con las que juega la vida —a veces desafiantes—, a pesar de la familia, del rol materno y de los obstáculos en el trabajo, la labor más exigente es la de aceptarse: «Soy esto mismo que ves, en vías de transformación, claro, con las huellas de las maternidades, del tiempo, con la fuerza de la gravedad que no nos suelta. Y aun así es posible un canto a la madurez en estos tiempos de absoluta juventud.»
Porque empezó ya «vieja» a bailar y su punto de partida, de inspiración, fue la película de Carlos Saura con Cristina Hoyos y Antonio Gades: Bodas de sangre, por supuesto. Cuando la televisión abierta, que solo tenía cuatro canales, emitió la película: «Los recuerdos no son intelectuales, siguen siendo sensaciones, sentimientos», me dice. Sintió un profundo anhelo de comunicación como la de «esos artistas del cuerpo, poner en movimiento el desgarro, la pasión, el deseo, un deseo trágico en esa historia», así se despertó la necesidad de expresión, la curiosidad. Años después se encontró con la posibilidad muy cerca de su primer trabajo, era 1997 y, por casualidad, ve en la sede de Casa de Galicia, en 18 de Julio y Barrios Amorín, que se dictaban gratis clases de flamenco, y como en esa época no podía solventarse el estudio, se decidió.
Así, con 25 años recibió, al mismo tiempo, su primera experiencia laboral, el acercamiento al flamenco y también el contacto con la medicina china (Analía es terapeuta y se introdujo en el conocimiento del flamenco espiritual de Tian, escuela de medicina china de España: práctica en la que se investiga sobre la danza como vía de sanación física, mental y espiritual). A su vez, me comenta, un poco en broma y no tanto, que no recuerda qué hizo antes, quizá solo prepararse para lo que se desencadenó después: la historia de amor con la danza. Porque, como me ha asegurado en varias ocasiones, el flamenco es el amante-refugio-desafío. La desafía a buscar más profundo, a mirar más certeramente los sentires que se van encapsulando en la realidad cotidiana, porque el flamenco mueve amores, no nos deja indiferentes, puede gustar más o menos, pero jamás nos deja indiferentes, afirma. Y además ejerce un poderoso efecto transmutador en quien lo canta, quien lo ejecuta en un instrumento, quien lo baila, quien lo contempla: «Impacta en el pecho, en cada poro, ese efecto es altamente sanador».
Cuando le pregunto por el espacio para las mujeres grandes en el baile, adultas, quiero decir, ella me responde que piensa justamente en eso, en los grandes: Paco de Lucía, Camarón de la Isla, Cristina Hoyos, Antonio Gades que influyeron tanto en la evolución de la danza, además del arte en particular que cada uno transmitía. Recuerda cuando tuvo la posibilidad de viajar a Andalucía, a la fuente misma del flamenco y «ver a seres octogenarios y anónimos, con rasgos casi de inmortales, danzar desde una entrega, desde una posición tan jugada porque no se trata de virtuosismo ni de demostrar nada, sino de mover el alma misma que danza a través de esos cuerpos arrugados donde se ven la señales de la vida toda.» Piensa en Cristina Hoyos, que está aún activa, luego de haber transitado por un cáncer y que desarrolla, a su vez, la consciencia de la sanación a través de la danza, que Analía comparte plenamente.
Luego menciona las academias en general, en las que se repiten los patrones de juventud, peso bajo, línea espigada, resistencia y fuerza y la inevitable impronta sensual. Recién en su última escuela de danza, comparte clases con compañeros diversos con figura corporal única e irrepetible, me dice, y esto hace que al ver las danzas de los demás, se sienta conmovida o atraída por ellos. Le interesa contemplar a las mujeres de su edad porque: «Las mayores tenemos vida. Claro que todos tienen historias que contar con sus cuerpos pero ellas, mujeres de 50, están expresando maternidades o falta de ellas, menopausia, cambios hormonales, el anhelo, la búsqueda del amor, o la vivencia del mismo, transiciones, separaciones, cambios de empleo forzados e imprevistos, y todo esto al momento de bailar se manifiesta.» Y así presta atención a cómo llegan sus compañeros a la clase, qué traen con ellos. Me cuenta cómo algunos tienen su romance con el espejo y el tiempo que le llevó a ella mirarse sin ser una jueza brutal, la danza la ha ayudado muchísimo con su timidez que no aparece a simple vista pero allí está e intenta encontrar su propia mirada. También me habla de la importancia del cuidado del cuerpo: «Cuando los pies duelen, hay que mimarlos», dedicar tiempo a que las uñas no se encarnen, los callos, las rodillas, los hombros, codos, muñecas, las manos que expresan la danza.
Y así vuelve a la pregunta: «¿Qué cabida hay para las mujeres grandes?» Y se responde: «Poca, poca». Que tal vez ahora, en sus últimos cuatro años de trayectoria encontró un poco de cabida para un cuerpo como el suyo; en sus comienzos, nunca dio con la talla en cuerpo y expresión, porque se buscaba que todas expresaran los mismo: «uniformizar y coreografiar el sentir es algo imposible y fuera de lo que es la danza como expresión del alma».
Recuerda la formación técnica de su primer maestro, durísima, cruel, casi violenta, durante años estuvo cerca del telón, al fondo en las presentaciones, casi imperceptible «porque no había lugar para mí», solo sacrificando el cuerpo lograba acercarse al modelo que se ejerce en la mirada de quien dirige y de los compañeros también. Y luego de la maternidad, el cambio fue importante y quizás fue la época de mayor sufrimiento: pechos grandes por amamantar, espalda que se ensancha, se pierde la cintura, la cadera se amplía más y los vestuarios siempre implicaban «cubrir, cubrir, tapar, disimular». «Tenemos muchísimo que aprender —plantea—sobre el dolor que causamos al imponer esos cánones o cuando dejamos que nos impongan. Y la conciencia y la liberación vinieron de la mano del flamenco espiritual cuando comenzó a practicarlo. La primera oportunidad fue en España, con un vestido blanco y sin mangas, el pelo suelto (que siempre había sido «bien atado, bien sujeto, bien tirante y con mucha gomina» y ella tenía canas y canas rebeldes, «son como antenas», dice). Esa primera vez fue como estar en otra vida.
Yo la escucho y siento que no tengo certezas acerca de qué cambiaremos con nuestras historias, con nuestras imágenes en estas páginas. No hay certezas, pero sí raíces, me dijeron una vez, y quizás la raíz es construir esa otra vida, así, de esta manera, escuchándonos. Porque la última vez que fui a trabajar con Analía para esta nota, me comentó, mientras buscaba el mantón indicado para las fotos, que cuando apuntaba ideas y grababa audios, sintió que tenía algo para decir, que su voz tenía un sentido. Me sonreí, porque no me extrañó la coincidencia que nunca es tal, y le dije que ese mismo era el título de este número y la motivación primera que tuvimos para la revista.
Bibliografía
García Lorca, Federico. Bodas de sangre. Buenos Aires: Losada, 1998.
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