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Brujas, amantes, poetas o viceversa

Texto y fotografía por Virginia Mesías

Versos en Vena

Y yo que un día te sentí luz/ porque mi cuerpo

estuvo en los maizales gozosos.

Edgarda CADENAZZI

«Poema de un antiguo muelle»¹


«Hay dos estados que no podemos disimular: estar borrachos y estar enamorados» escuché decir —justo cuando buscaba cómo encaminar esta nota— a un docente de química. Y yo pensé: «Qué poético suena, ¿acaso el brillo de los ojos nos delata?» El deseo y la embriaguez. Igual debe haber razones más invisibles para identificar el amor en el cuerpo. ¿Y en la poesía? ¿Cómo evitar los clichés al escribir sobre el amor? Por esto tomé un rumbo quizás opuesto (y no menos trillado): el crimen, la traición y sus respuestas —porque las faltas en el amor tampoco deben quedar impunes—.


Tal vez por mero orden, comienzo con los clásicos griegos y entre ellos me espera Medea: personaje originario de Cólquide (región en la costa oriental del mar Negro) que, según diferentes tradiciones, fue hija de la diosa Hécate (patrona de las magas), hermana de la bruja Circe, sobrina de Pasífae, prima del Minotauro; una familia de cuidado. Así, Medea es el arquetipo de la hechicera, rol que toma en la leyenda de los Argonautas y de su héroe Jasón, a quien protege (traicionando a su patria) cuando este llega para robar el vellocino de oro. Con sus artes mágicas, Medea abre el templo donde se guardaba el tesoro, salva a Jasón de los toros de Hefesto y de algún inevitable dragón para luego, bajo la promesa de matrimonio, unirse al destino del héroe. Según las leyendas se casan en la misma Cólquide o en el país de los feacios pero al llegar a Corinto, el rey Creonte ofrece a su hija como nueva consorte desterrando a la bárbara e innecesaria Medea.² Será en la tragedia homónima de Eurípides, que Medea cumple, iracunda y dolorosa, su venganza de amante descartada:


Podría alargarme mucho en réplica a esas palabras, si el padre Zeus no conociera qué trato has recibido de mi parte y qué infamia me hiciste. Tú, tras ultrajar mi lecho, no ibas a tener una vida grata mofándote de mí; ni tampoco la princesa, ni quien te propuso la boda, Creonte, iban a expulsarme de este país sin recibir su castigo. Después de eso, llámame, si quieres, leona y Escila que vive en la llanura tirrénica. Pues, como era menester, te he acertado en el corazón.³


Y fue el gran trágico quien estableció en su obra que ella misma diera muerte a sus propios hijos antes de huir, luego de asesinar a la princesa y al rey que acudió en su ayuda. Por suerte Christa Wolf, siglos después, le dará a esta heroína maldita y colérica, otra voz:


No soy ya una mujer joven, pero sigo siendo salvaje, eso dicen los corintios, para ellos es salvaje la que no da su brazo a torcer. […]. Y, sin embargo, hubiera tenido que comprender que tampoco él podía imaginar más que una razón para que lo ayudase contra mi propio padre: tenía que haberme enamorado de él, Jasón, de una forma irremediable. Así, al menos, lo ven todos, en cualquier caso los corintios; para ellos, el amor de una mujer por un hombre explica y disculpa todo.


Cuántas acciones que derivan de otros motivos —y no de la pasión—, realizadas en forma lúcida y deliberada, se pierden en su justa comprensión o son ignoradas convenientemente bajo la etiqueta del amor que nos ciega. No clamamos justicia por un amor no correspondido, sino por la deslealtad.


Entonces salto sobre los siglos para encontrar a finales de la Edad Media, en los versos del Romancero tradicional español, otra hechicera vengativa. A finales del siglo XV, en una sección amplia de este cancionero (denominada novelesca), en formas simples y populares se describen pasiones humanas y terrenales en las que el sentimiento amoroso, desde el erotismo más libre hasta la oscura tragedia conyugal, toma cuerpo en personajes femeninos, que son los verdaderos protagonistas de estos poemas folclóricos.⁵ En el «Romance del veneno de Moriana», don Alonso llega para invitar a nuestra heroína a su boda con otra mujer, el detalle no menor es que Moriana ha sido su amante, y así es cómo:


Moriana, muy ligera/ en su cuarto se ha metido;/ tres onzas de solimán/ con el acero ha molido,/ de la víbora los ojos,/ sangre de un alacrán vivo:/ […] ¿Qué me diste, Moriana,/ que pierdo todo el sentido?/ ¡Sáname de este veneno,/ yo me he de casar contigo!/ No puede ser, don Alonso,/ que el corazón te ha partido.


Resulta significativo cómo son necesarias las artes de brujería para hacer justicia frente a ciertos daños, como si esos poderes sobrenaturales o demoníacos excusaran, en parte, la naturaleza femenina, para la que no se concibe un accionar tan extremo o un deseo consciente de castigo hacia el otro.


Hubo otros dos factores que contribuyeron a la creación de la bruja. En primer lugar, las brujas no eran solo víctimas. Eran mujeres que se resistían a verse empobrecidas y excluidas de la sociedad. Quienes se negaban ayudarlas recibían de ellas amenazas, maldiciones y miradas de reproches […]. A los factores económicos que encontramos en el trasfondo de las acusaciones de brujería hay que sumar a la política institucional cada vez más misógina, que confinaba a las mujeres a una posición social subordinada a los hombres, castigaba con dureza toda afirmación de independencia y condenaba toda transgresión sexual como una subversión del orden social. La ‘bruja’ era una mujer de ‘mala reputación’ que durante su juventud se había comportado de manera ‘lasciva’ y ‘promiscua’.


Y como ya es tarde para continuar esta nota, porque me extendí en espacio pero no en nombres ni en prácticas: versos, voces, venganzas y amores, engaños e incendios que arrastran consigo lo que nos queda después. Hablar del derrumbe, de huesos, de estrago. ¿Cómo no asumir que la palabra poética convoca o evoca un poder ritual que se va tejiendo y ocultando con una energía incierta, pero firme? Y así cierro con el siglo XX y con un ama de casa de voz pausada y dramática, una poeta suicida y bella: Anne Sexton (Massachussets, 1928-1974). Solo búsquenla. Con cuidado.


Yo he salido, una bruja poseída,/atormentando el aire negro, más valiente por la noche;[…]/ Yo he encontrado las cálidas cuevas en los bosques,/ las he llenado con sartenes, tallas, estantes,/ roperos, sedas, innumerables productos;/ hice la cena para los gusanos y los duendes:/ gimiendo, ajustando lo roto. /Una mujer así es incomprendida. /Yo he sido una de ellas. /[…] Una mujer así no se avergüenza de morir. /Yo he sido una de ellas.


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Referencias bibliográficas

¹Cadenazzi, Edgarda, El tobogán solitario. Montevideo, Ediciones Ilión, 2018.

²Grimal, Pierre. Diccionario de mitología griega y romana. Barcelona, Paidós, 1994, pp. 336-338.

³Eurípides. «Medea» en Tragedias, tomo I. Madrid, Cátedra, 2010, p. 202.

⁴Wolf, Christa. Medea. Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2014, pp. 19 y 26.

⁵Rico, Francisco. Historia y crítica de la literatura española. Barcelona, Crítica, 1979, pp. 270-271.

⁶Anónimo, Romancero. Montevideo, Ediciones del Pizarrón, 2003.

⁷ Federici, Silvia. Brujas, caza de brujas y mujeres. Buenos Aires, Tinta Limón, 2021, pp. 32-33.

⁸Sexton, Anne. Herkind. Esta traducción fue realizada para la inclusión de este poema en el presente artículo.


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