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Escenidades

Romper los márgenes del teatro es reconfigurar la escena

Texto: Roxana Rügnitz.

Fotografía: Virginia Mesías

Cuando decidí mudarme al territorio teatro, tenía apenas 8 años. Era una pequeña, tímida y asmática niña con una rara conciencia del despoblamiento que suponía atravesar el destierro de mi padre, habiendo nacido ya en una familia de varias naciones. Así que cuando me asumí una ciudadana de esta isla llamada teatro, fue, para mí, el mayor acto de rebelión e independencia. Vivíamos en Rosario, Argentina, y de repente descubrí que existía una frontera distinta a las geográficas… Una frontera que, aunque demarca los límites entre la ficción y la realidad, era capaz de romper con los conceptos de separación y distancia en muchos sentidos.

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El tiempo y la evidencia de que el arte es un espacio de privilegio me ha llevado a cuestionar esa idea algo romántica. Aun cuando la existencia histórica de una dramaturgia que asume su herramienta política, entramada con la acción de lxs teatreros del siglo XX, cuestionando la concentración del poder no deben ser desvalorizadas, es necesario repensarlas a la luz de un nuevo siglo. Porque el teatro, en ese sentido, y por cuestiones temporales, ha tenido un papel clave en la confrontación del desarrollo del sistema neoliberal. Sin embargo, se ha dejado fuera de la discusión —al menos en el siglo XX— la cuestión de que, los distintos aparatos del sistema ejercen una sostenida violencia, muchas veces silenciosa, que procura anular a una población vulnerada no solo desde la estructura económica, sino en niveles culturales profundos. Mientras el teatro denunciaba el horror de la guerra, el hambre, la pobreza, la alienación humana en manos de un mercantilismo brutal y las consecuencias de las relaciones de poder porque era necesario hacerlo, se levantaba una invisible barrera sobre otras cuestiones que tenían que ver con el género, las identidades sexuales y los cuerpos racializados. La necesidad de cada tiempo configura las escrituras dramáticas, y desplaza del relato otros problemas por considerarlos menos urgentes. No es una justificación, es apenas una observación, tal vez una alerta.

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Enfocando el tema

El teatro uruguayo puede ser pensado en etapas bien delimitadas por sus distintos períodos. Asumir la existencia de un teatro de hegemonías frente a la ausencia de un teatro de disidencias es, a mi entender, observar al menos los últimos períodos que van desde el teatro de fines del siglo XX al de comienzos del siglo XXI.

La línea de continuidad que planteo, en este caso, tiene que ver con la transformación que, tal vez, haya comenzado, tímidamente, a ser disidente en su forma, en los temas y en la necesidad de una escritura que deambula, al menos, en dos niveles de búsquedas: una interna, en la que las dramaturgias rompen las escrituras tradicionales con la intención de encontrar una voz propia, y otra externa, en la que esa voz se vuelve materia en una puesta que trata de politizar todos los recursos escénicos posibles. Esta búsqueda de polifonías estéticas rompe los márgenes textuales ante la necesidad de nuevos códigos de representación.

Pienso las últimas décadas del siglo XX como el final de un ciclo que redefine el hacer teatral desde la diversidad y multipluralidades escénicas que significó las Muestras de Teatro Nacional e Internacional de Montevideo, organizadas por ACTU. Lo acotado del espacio no permite el desarrollo de esta tesis, sin embargo, es oportuno recordar lo que ese proceso supuso para una generación de jóvenes artistas formados en el Uruguay de posdictadura. Las Muestras abrieron la posibilidad de amplificar el aprendizaje, la mirada, las discusiones que derivaron en una potencialidad escénica nueva. La posibilidad de ver teatro de todas partes del mundo, realizar talleres y salirse de los límites de los textos aprendidos para experimentar otras vivencias creativas explotó en ese tiempo. En este sentido, considero que no es casual el surgimiento, hacia finales del siglo XX y comienzos del XXI, de una potente figura creadora en nuestro país: jóvenes que escribían y dirigían teatro con una mirada filosa de la realidad y una búsqueda de nuevas estéticas surgidas de la experimentación.

Las convivencias de formas teatrales no hicieron sino enriquecer y exigir a los elencos un trabajo que cada vez más estaría en diálogo con nuestra realidad. El teatro, como el arte, no puede ser ingenuo y es, en todas sus formas, un hacer político, el surgimiento de estxs jóvenes creadores, con una fuerte consciencia de la herramienta y de su tiempo, da lugar a una maquinaria escénica que viene a decir lo que las estructuras sistémicas del poder intentan borrar.

Hasta principios del siglo XXI, este hacer provoca y tensa, en sus espacios alternativos, la acción capitalista y neoliberal de convencer a la población vulnerada de que no tiene capacidad de agencia. Estxs creadores muestran las grietas del sistema, alertan sobre sus intenciones y deconstruyen el imaginario de pasividad de la sociedad. No sé cuántos de ellxs saben que lo hacen —algunxs es muy claro que sí—, pero ha venido sucediendo, como una militancia para la resistencia de la memoria y la construcción.

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Cuando la discusión cultural debe enfocarse en la cuestión material

En esta etapa del siglo XXI, ese trabajo es insuficiente. No alcanza con problematizar, discutir, denunciar situaciones. Hay que materializar los medios para que la cultura trasvase la línea del privilegio. Hay que descolonizar el teatro para que todxs tengan acceso a la herramienta de la producción en el arte.

La escena uruguaya, en su amplia mayoría, sigue definida por una hegemonía de cuerpos, razas e identidades binarias, como si no existieran otros cuerpos. La respuesta a este planteo no puede ser que el problema es que esas identidades no toman la acción del hacer. Es necesario preguntarnos ¿quiénes hacen teatro hoy? ¿Para quiénes lo hacen? ¿Qué historias estamos contando desde la escena? Desde mi integración a la Asociación de Críticxs de Teatro del Uruguay me ha preocupado dónde está el punto del diálogo platea-escena. Mirar quiénes conforman el público antes de ver la obra es interesante, porque se delinea una cuestión que es sistémica. La platea se diagrama con un público de predominancia blanca, cis y binaria. Cuando vemos la obra creada por personas blancas, cis y binarias comprendemos que hay una gran cantidad de población que no está siendo nombrada en el teatro. Si no hablan para ellxs, ¿por qué irían al teatro?

El teatro representa un encuentro de latencia comunal y comunicacional in situ, en el que un grupo de personas acuerdan una serie de códigos para transmitir a otro grupo quienes, a su vez, implícitamente aceptan, durante un tiempo dado, el juego escénico ficticio, como si fuera verdad. Codifica la experiencia social en una estructura estética que permita niveles de lecturas capaces de repensarnos como humanos. Si esto es así, y yo creo que sí, deberíamos suponer que un teatro diseñado por cuerpos hegemónicos le habla a un público de predominancia hegemónica, aunque el contenido intente romper esa barrera.

No quisiera continuar sin subrayar que algunas dramaturgas vienen trabajando, con mucha dificultad por el acceso a los espacios, en romper esa geografía de los cuerpos en escena. Un ejemplo claro de eso es el trabajo de Diana Veneziano a través de un trabajo en el que confluyen multiplicidades de niveles semánticos disputando el privilegio de la palabra. Designa el espacio como un territorio en el que los distintos cuerpos son atravesados por todas las formas estéticas para la configuración de sentidos. En la obra Sudaka, por ejemplo, trabaja el tema de las mujeres migrantes desde una perspectiva de género y clase. La experiencia migratoria surge en escena como una constante que nos atraviesa a todxs lxs humanos, pero los resultados dependen siempre de la clase, el género, la raza.

Por otro lado, me importa destacar el trabajo de Marianella Morena. Su creación, desde la escritura y la dirección desfila por líneas de lo transteatral, porque atraviesa las estéticas, interviniendo las convenciones para transitar una ficción que busca cuestionar y poner en jaque a la sociedad actual y lo hace por motivos plenamente éticos. Fue la primera en llevar a escena el tema de las mujeres trans de frontera que viven del trabajo sexual: sus historias, su dolor, sus marcas, su capacidad de resistencia. Y lo hizo en conjunto con las mismas mujeres trans que viven esa realidad.

Cuando algunos teóricos del siglo XXI hablan de la superación de las palabras en un teatro que desarticula discursos, reconfigurando la escena a través de una apuesta más visual, Morena mete primera y juega con todas las herramientas que tiene a disposición, sin renegar del discurso, a través del que dice, sin piedad ni tibiezas, todo lo que necesita ser dicho a modo de denuncia.

Claro que Diana y Marianella no son las únicas. El teatro uruguayo no se queda quieto, es un laboratorio permanente de pensares, de acciones y de creación viva. Es por eso que se hace necesario desguetificar la cultura teatral. Aunque está sucediendo, no es suficiente aún, porque hacerlo desde el contenido textual no alcanza. Necesitamos volver a la discusión de para qué y para quiénes se hace teatro. Ampliar los espacios escénicos y diversificarlos para que otras historias sean contadas, para que otras poblaciones se reflejen desde la escena. Está bien hablar para mujeres que deben desmontar sus estructuras patriarcales, está bien poner el foco en el tema de las masculinidades, pero ¿cuándo vamos a cuestionar la infinita producción de puestas sostenidas por una población de corte hegemónico, en términos de raza e identidad? ¿Dónde están los otros cuerpos en la escena? ¿Quiénes son esos otrxs no referidxs? No nombrar es una cuestión política, sin duda, pero si el teatro es indispensable para la vida porque la representa y la cuestiona, ¿qué significa la ausencia de esos otros cuerpos? Eso también es político. El teatro ha sido y es un espacio de disrupción, el desafío de hoy es poner esa herramienta al servicio de una creación que desacomode los estándares del privilegio.

Escenidades

Aló Arte Bar: un espacio de libertad

Texto: Roxana Rügnitz.

Fotografía: Virginia Mesías

Escenidades nace como un espacio para escribir sobre lo que sucede en el ámbito de la escena nacional, sin embargo, habiendo deambulado más allá de la frontera del país, resolvimos romper otra: la del espacio convencional donde suceden las propuestas escénicas.

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En este número hablamos de los rincones de la ciudad. Elegimos un lugar enclavado en el Cordón de Montevideo, en el que dos mujeres llevan adelante un proyecto que es indispensable conocer. Así, atravieso en esta nota distintos niveles que son principio de transformación social: mujeres, lesbianas, cultura y acción política. Los ingredientes para la mejor receta creada por Lea Mazal y María Vicente. Están casadas y convencidas de que el compromiso que las une tiene muchas más aristas que la del matrimonio porque, desde la disidencia, nunca dejaron de militar para la disidencia. Esto también es Aló, un acto de acción política.

Piel Alterna dialogó con ellas para conocer el proceso que supuso crear Aló. Hablar con las dos es divertido, tienen un time entre ambas que subraya la convicción de lo que hacen mucho antes de decirlo en palabras. Lea sugiere que sea María la que comience ya que ella la despertó un día para contarle lo que se le había ocurrido. Es que Aló amanece como el sueño, después del sueño de dos mujeres que viven y militan el amor.

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Así que María toma la posta para contarnos el origen. «Arrancamos con esto hace tres años. Somos activistas de Ovejas Negras y participamos en la Cámara de Comercios y Negocios LGBT. Lea es la vicepresidenta y yo trabajo en la parte de inclusión laboral. Siempre conectadas con la pata social, que es lo que nos mueve el deseo de hacer cosas».

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«Todo comenzó con una idea. Un día nos despertamos y pensamos en cuáles son las cosas que nos gusta hacer. Nos gusta ir al teatro, la cultura, el entretenimiento y buscar espacios donde sentirnos cómodas. Nosotras venimos de los tiempos en que nos echaban de los boliches, de cuando no nos dejaban estar de la mano con nuestra pareja, ni expresar nuestro afecto en público. Venimos atravesadas por esas historias. Y aun cuando hoy cambió mucho todo, siguen existiendo espacios donde sabés que no sos bienvenida. De eso surge todo. De pensar en un lugar con propuestas que tengan que ver con nuestras identidades lésbicas. Generar shows o espectáculos cuyos contenidos estuvieran vinculados con la noche gay, con lo drag, con eventos LGBT».

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En sus palabras resuenan muchas vivencias, también las mías. Los espacios no son para todxs. Los relatos que se cuentan, incluso desde el arte, no reflejan todas las experiencias de vida. La sensación de que existe un corrimiento social para una población que se ha sentido de clase B es poderosa. ¿Cómo transformar esa realidad? Lea y María nos dan la respuesta porque supieron unir conceptos complejos: el contexto histórico más un espacio de encuentros que sumara espectáculos culturales con contenidos diversos e inclusivos para una comunidad que solo había sido representada en clave de burla. Es claro, en la expresión de María, este vacío: «Es que nos faltaba algo. No encontrábamos en las obras que veíamos esa sensación de decir: “Ah, con esto sí me identifico, están hablando de mí”. No importaba la temática, podía ser algo cotidiano, pero algo que tuviera que ver con nosotras».

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Lea recuerda el momento germinal. «Cuando se le ocurrió la idea, María me despierta con una serie de placas, como para Instagram y me dice: mirá lo que hice. No tenía contenido, más que los nombres. Yo lo miro y le digo: “Pero esto está buenísimo”. A mí, además de sentirme identificada con lo que pudiera suceder en un espectáculo, lo que me pasaba era la necesidad de sentirme segura. Nosotras estamos juntas hace doce años. Nos gusta salir, ir a bailar y muchas veces nos vimos enfrentadas a situaciones complejas en las que nos empezaban a decir que nos diéramos un beso. Era muy incómodo. Necesitaba un lugar donde me sintiera segura y tranquila. Cuando, esa mañana, María me mostró la idea, me encantó y le propuse armar un ciclo específico para nosotras y ver de presentarlo en algún lado. Así fue el inicio».

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La memoria tiene algo hermoso, porque va tejiendo esos momentos como si hubiesen sido sencillos. Es claro que no lo fue y María lo señala: «Recibimos muchas violencias por ser mujeres y lesbianas, incluso de la persona que nos alquiló. Siendo mujeres, con la bandera de la diversidad, como lesbianas visibles y como pareja, nos cuesta mucho sostener este lugar».

En los distintos cuadros que arman María y Lea, lo que más se percibe es la pasión compartida, el convencimiento de que era necesario y la valentía de hacerlo. Como en todos los procesos, siempre están lxs aliadxs indispensables y María no quiere dejar de mencionarlxs: «Tuvimos el acompañamiento de Ovejas Negras. No lo hacíamos desde Ovejas, pero estuvieron presentes siempre. Aló Lesbianas arrancó como un ciclo cultural que llevamos a cabo en plena pandemia. La idea venía de antes, pero nace en pandemia porque fue un contexto muy difícil para lxs artistas. Entonces un sitio nos abrió las puertas, nos dijo que teníamos ese espacio controlado a nivel sanitario y que podíamos hacerlo dentro de las horas que estaba permitido. A partir de ese momento potenciamos a lxs artistas emergentes para que pudieran presentar sus shows en un contexto que les impedía trabajar. El lugar fue Il Tempo».

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Les pregunto sobre el nombre. Es sugestivo. Me remite al saludo en portugués y aun así parece haber más. La idea del nombre la tuvo Lea, y el sentido es interesante. En este caso no sería un saludo, sino un llamado a las identidades lésbicas. Era una forma de convocarnos diciendo: «Hola, acá estamos», por eso la gráfica era la imagen de un teléfono. Lea nos aclara el juego: «Aló Lesbianas y A lo lesbianas».

«A partir de esos conceptos, empezamos a trabajar con Lea y con la gestora cultural Maru Salles, esto que estaba pensado desde los contenidos, pero, sobre todo, como un espacio de voces y encuentros, para que la comunidad LGBT estuviera presente desde el arte. Nos contactamos con Adelina Perdomo, una comediante lesbiana uruguaya. Ella fue y sigue siendo la cara del ciclo con presentaciones y stand up donde hablaba de fertilización, de ser madre, de casarse y de leyes. Todo un pasaje a través de situaciones desde la perspectiva de las lesbianas. Así fuimos armando el equipo. Más tarde se integraron Hugo y Anita, una pareja de compañerxs activistas de Ovejas. Ellxs se encargan del sonido y la producción. Armamos un equipo militante que hace eventos culturales para lesbianas. En un principio fue a la gorra. Todo lo que recaudábamos era para lxs artistas. Un trabajo de autogestión cuyo gasto era tiempo en vida. Además del stand up de Adelina, hicimos la noche de relatos lésbicos eróticos».

Lea nos cuenta lo importante que fue todo ese proceso en el que combinaron diferentes formas de arte. Dos mujeres, una red de colaboradores y una idea hicieron la diferencia. La ciudad está llena de esos secretos. Mientras que los teatros del Centro continúan contando historias de personas blancas, cis y heteronormadas (en su mayoría, claro), en algunos rincones se van creando otros relatos indispensables que dan cuenta de que la humanidad no es ni lineal ni homogénea.

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María describe el proceso: «Combinamos distintas artes. Era, en términos musicales y visuales, un evento para todos los sentidos. Las historias que se relataban estaban acompañadas por la música de fondo de Macarena Nacimiento. Ella cantaba en los bondis y la conocimos por las redes. Mientras sucedía esto, una artista plástica chilena [Vale Caracola] pintaba mujeres. Queríamos que lxs espectadores se fueran con la sensación de haberse sentido gozadxs».

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En fascinante acompañarlas en este relato que va tomando forma desde la memoria de ambas. Lea recuerda: «Fue un clima completo. Nosotras pensamos entonces que, si nos gustaba porque era parte de lo que queríamos de un show, entonces a las personas que apuntábamos les iba a gustar también, y así fue. Luego de ese inicio, preparamos el ambiente para el siguiente show que fue la proyección de una película posporno lésbico, llamada Las hijas del fuego dirigida por Albertina Carri. El día en que se proyectó, tuvimos mucho cuidado del ambiente. Insistimos en que en ese momento solo estuviera la gente del show y que, de haber más personas —además del público— no se hicieran comentarios. Fuimos muy cuidadosas de todo. Incluso preguntamos a las personas si querían que sus fotos aparecieran en redes o no. Este fue el arranque del ciclo que se hacía en Il Tempo».

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La concepción de un espacio para identidades lésbicas que rompe las fronteras de los deseos y de los cuerpos para concebirse como un lugar para todxs tiene que ver con la vida y la militancia de Lea y María. Aló no viene a guetificar, nace para convertirse en territorio libre de violencia y acoso, una casa donde ser es la única regla. «Este es un espacio abierto para todxs y donde las mujeres se sienten más cómodas» dice María para sostener el principio de seguridad y libertad.

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Lea retoma las propuestas artísticas. «Más adelante tuvimos un show de drag king. Averiguamos todo sobre el movimiento. Se trata de una perfo masculina, realizada por una mujer. Quisimos hacerlo para romper esa barrera y ver qué pasaba en Uruguay con ese tema. Fue súper interesantes porque se volvió una veta donde expresar identidades a través de la performance. El segundo año ya lo quisimos hacer de forma itinerante en distintos bares de Montevideo. Llegábamos con Aló Lesbianas y con el tema de la accesibilidad a los locales y rompíamos estructuras instaladas».

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Fue en esa movida que empezamos a pensar en un espacio fijo. Definimos que ese lugar debía ser otra cosa distinta de lo que fue el ciclo. Diferenciarlo para que no fuera exclusivo para lesbianas, sino para toda la diversidad, por eso al bar le pusimos Aló —con la L al revés—. Empezamos en un barcito en la calle Constituyente donde hacíamos los shows que ya veníamos realizando y creamos un ciclo diferente».

«Ahí surgió un show de stand up de Pibas a las Risas que lo producía Adelina Perdomo», agrega María al relato de Lea. «Un ciclo de humor con contenido para mujeres en el que se cuidaba mucho el chiste porque nos interesaba transitar otras formas de humor, distinto a los conocidos. También hicimos un ciclo musical con artistas emergentes de mujeres y disidencias. Una noche, con esa visión de lo que había sido el drag king, resolvimos hacer la Noche de las Caballeras. Eso nació con una connotación política bien subrayada. Todo fue a raíz de una normativa que establece que los espacios deben tener un baño masculino y otro femenino —nosotras contábamos con un solo baño—. Sin embargo, los bares de hombres, según una normativa vieja, pero vigente, sí pueden tener un baño. Entonces creamos la Noche de las Caballeras, para que no fuera ilegal tener solo un baño» [risas]. Risas suyas y mías, pero cargadas de una mezcla de ironía e incredulidad.

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«Esa noche tocó una banda que se llama Juana y los Heladeros del Tango —cuenta Lea—. Cantan un tango bastante político. Juana y su esposa van siempre de vestido y los músicos, vestidos de varones, pues esa noche vinieron al revés. Como ellxs cantan tango, además pedimos que vinieran vestidxs todxs de caballeros de época. Levantamos las mesas y terminamos bailando. Fue un éxito. Después de eso nos dieron treinta días para hacer un baño o nos clausuraban. Así que nos fuimos».

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Estamos en el siglo XXI, atravesamos la cuarta ola feminista. Debemos justificar por qué las mujeres luchamos por nuestros derechos, porque la perspectiva es que todo ha cambiado ya y aun así las leyes obligan a dos mujeres que construyeron un espacio cultural para romper el paradigma que estratifica identidades a irse del local porque tiene un baño y no es para varones. Hay una brecha fina entre la bronca y la ironía, pero no lo decimos. Mejor seguimos hablando de la resiliencia que las hizo continuar. Aló se muda a un espacio más grande y con una gama de posibilidades increíbles.

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María lo explica. «El proyecto es el mismo, pero cambiamos a una propuesta con más gastronomía, más cafetería, ampliamos el horario para que fuera una casa donde pudieran venir, quedarse, sentirse cómodxs y habitarla. Para nosotras este lugar es un sueño que muchas mujeres proyectaron. Nosotras queremos que todas esas historias que vienen de atrás, estén acá, en Aló».

«Es un espacio que pensamos también como intergeneracional —subraya Lea—, la idea es que vengan personas de todas las edades y se sientan cómodas. Una cosa interesante que pasó es que la barra se convirtió en un lugar clave. Muchas mujeres vienen solas y se quedan en la barra, así que se transformó en un rincón donde pasa de todo, charlas de todo lo que se te ocurra. Algunas ya vienen a sentarse a su lugar en la barra. No existía algo así para mujeres».

Se me ocurre que Aló no es solo un boliche o un espacio cultural, es un acontecimiento social en Montevideo. Una oportunidad para vivirnos como somos y con la alegría de compartirlo con otrxs. La bandera de la diversidad, afuera, es casi la batiseñal. Es ahí donde lxs que nos hemos sentido excluidos, observadxs, juzgadxs, pero también todxs aquellxs que nunca lo sintieron, podemos recalar, para construir otra idea de vida en sociedad. Lea lo confirma cuando dice: «No sé si nos damos cuenta de lo que estamos haciendo. Esto empezó como un juego, en el sentido de que no somos productoras, pero se constituyó en algo mucho más fuerte».

María va cerrando con la idea de que derribar barreras tiene costos, aunque lo vale: «Ser mujeres, lesbianas y emprender es mucho. Hay un montón de violencias en el medio que las vas cargando en el cuerpo, aunque sean cosas tontas, como que estoy pintando las rejas y cuando me ven, se paran a aplaudir como asombradxs por lo que somos capaces de hacer». «Hubo que cambiar muchas formas de ver la vida desde una perspectiva de género —suma Lea— porque me acuerdo de que, al principio, un vecino nos veía trabajar y nos decía: “Ah, pero ustedes son mujeres completas, che”. ¿Entendés?, completas».

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Y sí que entiendo. La idea de estar completas porque de pronto descubren que somos capaces de hacer lo mismo que ellos y más. La idea de ser completas porque nuestro rol no se define en el marco del hogar y del cuidado, únicamente. Ser completas, en esa mirada, es tener rango de varón. Por eso el subrayado de «ustedes son» marca, además, esa indisoluble perspectiva de que, para algunas personas, las mujeres en general seguimos incompletas, con la excepción de las rarezas como Lea y María. El proceso es lento, pero un espacio como Aló empuja la marcha un poco más allá. Hace posible ampliar la mirada y pensarnos en un universo sin diferencias que guetifican. Aló existe porque dos mujeres tuvieron un sueño que reivindica el de muchas otras. Hoy lo volvemos relato para seguir habitándolo. María y Lea te esperan ahí, atrás de la barra, en Chaná 2030, entre Blanes y Jackson.

¹ «Colectivo Ovejas Negras es una organización de la diversidad sexual en Uruguay, que se propone luchar contra toda forma de discriminación, especialmente contra la discriminación por orientación sexual y/o identidad de género, particularmente con el fin de construir ciudadanía entre las personas LGTTTIB del Uruguay.» Recuperado de <https://www.mapeosociedadcivil.uy/organizaciones/colectivo-ovejas-negras/>.

La escena en otros cuerpos

Texto por Roxana Rügnitz

Fotografía por Mariela Benítez

El fin de semana me llevaron a ver un espectáculo teatral realizado en el Royal Court Theatre de Londres. La obra es Sound of the Underground de Travis Alabanza¹. Una producción realizada por un elenco de personas disidentes. En parte, juego; en parte, cabaret estridente; en parte, manifiesto de trabajadores. Es, en definitiva, una invitación de Travis: «Únase a ocho íconos del drag clandestino mientras derraman el té, liberan el pezón y luchan contra las fuerzas sombrías que amenazan sus medios de vida».²

 

En esta oportunidad, la particularidad de mi escritura no se centrará en la puesta o en el contenido de la pieza, sino sobre el hecho de que la obra, obviamente, era en inglés, un idioma que me es ajeno. Para una persona que ha construido su vida en torno al teatro, Londres es una de las mecas del arte escénico. En sus calles de direcciones confusas para cualquier latinx, en sus zonas céntricas donde abundan pantallas de neón que delinean, en contraste, antiguos edificios en los que se conjugan pasado y presente —sin añoranzas, aunque con una imperceptible cuota de ansiedad—, allí laten todas las formas de expresiones posibles y aun deseadas.

 

Ahí me encontraba yo, con los sentidos alerta, devorando, impiadosa, todo lo que pudiera ser leído sin necesidad de una lengua. No sabría decir si hubo momentos de lucidez en mis intentos. Me percibía niña, descubridora divertida, incapaz de comprender un idioma que me había sido ideológicamente esquivo. Lo que sucedía a mi alrededor, por simple que fuera, se transformaba en un signo a descifrar: los generosos intentos de comunicación de algunas personas —con palabras muy pensadas y manos que buscaban completar los sentidos ausentes—, miradas cómplices que parecían apiadarse de mi ignorancia, se sumaban a los abrumadores sonidos del ambiente que me imponían un alto nivel de atención (atención en tensión) exigido por el contexto. Ya estaba desbordada de deseo incluso antes de comenzar el espectáculo.

 

Consciente de mis casuales circunstancias de extranjera, pero al mismo tiempo de estar en el único territorio, hoy, en el que me siento en casa: el teatro, intenté descifrar algunos de la enorme multiplicidad de los signos que se desplegaban por todas partes, a tal punto que me definieron como espectadora, incluso antes de serlo formalmente.

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No entender la lengua impone una lectura de todos los códigos corporales que se vuelven, en ese instante, parte de una escena. La llegada al bar del teatro para beber mientras veo a personas que se reconocen entre sí y se abrazan en saludos cálidos que no requieren traducción, of course.

 

El ingreso a la sala: «En primera fila» me dicen, con cierto aire de picardía que esconde la esperanza —frustrada al fin— de que los personajes interactuaran conmigo durante la función. El teatro es pequeño, aunque tiene platea y palco. Entre el espacio y el público deambula un aire a lo subterráneo, a lo periférico y a la necesaria insistencia de manifestar las existencias negadas en un tiempo que se quiere diverso y aun así la dictadura de los cuerpos define a las personas.

 

La obra inicia casi de forma abrupta por medio de la irrupción de lxs actores a través de distintas zonas del teatro. La imagen que se impone en escena es la de ocho cuerpos uranistas, al decir de Paul B. Preciado; aunque, en ese instante, posiblemente todo el teatro era Urano. Habitantes «tránsfugas del género, furtivos de la sexualidad […] Lo que nos jugamos es el cuerpo, la vida».³

 

Cuando llegan al escenario, se paran en hilera frente al público en una pintura que lo dice todo. La belleza de la intervención en cuerpos que ya gritan antes de la palabra que surge para subrayar lo que muestran, a modo de presentación individual. No entendí los intersticios de los discursos (re)presentativos, aunque impactaron en mi mirada, incluso en mi respiración, prometiendo una noche colmada de deseos.

 

Lo que voy a plantear en «Escenidades» tiene que ver con una frontera delimitada por el idioma. Se trata de lo que un espectáculo puede provocar más allá del texto. Esta sección procura deambular por territorios alternos en los que lo visual se impone a los discursos dichos en un idioma desconocido. Habituadxs a un teatro en el que la palabra define el relato, cuando el idioma es ajeno, es necesario repensar los códigos de la representación. En estos casos, los parlamentos constituyen significados parciales que despiertan asociaciones capaces de configurar algún nivel de sentido.

La obra explora cómo la cultura de los clubes underground en Londres moldeó a los artistas queer de la actualidad. Denuncia la compleja situación que atraviesa el arte, especialmente el arte corrido de las fronteras del centro: un arte de disidencias. Son ellxs, sus cuerpos autodefinidos y vulnerables, sus voces, sus manifiestos los que se ponen en escena para reclamar un derecho que la historia les ha quitado a fuerza de dolor.

 

El espectáculo se organiza en cuadros. El primero instala una puesta realista que parodia las formas expresivas del teatro clásico, la postura y exageraciones de los personajes me acercaron a esa idea. La escena rompe el hipernaturalismo en un desborde bélico que juega con el absurdo en una tensión dramática en la que RuPaul parece ser un objetivo a destruir, probablemente por haberse vendido al mercado —y, quiero subrayar, probablemente—. El cuadro siguiente tendría una estética más performativa e individual, en la que se explora y explota las formas de existir que rompen los parámetros construidos culturalmente. En cada caso, parece confrontarse como denuncia la belleza disidente y contracultural deseada en escena con sus cuerpos «extraños» y violentados en las calles.

 

Es posible que no haya entendido la mayor parte de lo que se dijo en la obra, sin embargo, la percepción de celebrar la existencia a través del derecho a la expresión se convirtió en una sensación, casi todo el tiempo. Por momentos, la idea de ponernos en jaque, ¿cuál es el límite?, ¿la mirada abierta y deseante del espectáculo atravesado por un despliegue fascinante, o las miradas ausentes, esquivas en los espacios públicos donde ellxs, lxs artistas, dejan de ser admiradxs para ser agraviadxs? ¿Dónde estamos lxs que aplaudimos?

 

Todo el espectáculo fue, para mí, un cúmulo de impulsos más emotivos que racionales, aunque también de análisis de imágenes que no llegaban a corroborarse en palabras. La visión de los rostros diseñados en los personajes/actores, cuyas expresiones definidas jugaban en la línea de la provocación e interpelación a un público extasiado casi todo el tiempo, me dejaban, demasiadas veces, desterrada del sentido. Frente a esa incapacidad, mi cuerpo reverberando hasta temblar cargado del deseo a veces, agotado de tantas tensiones (est)éticas, simbólicas, sonoras, obvias.

 

Hubiera querido quedarme quieta, dejarme tomar por esos estados, antes de que llegara la necesidad de una respuesta intelectual casi inmediata, seguro sobre: «¿Y? ¿Qué te pareció? ¿Entendiste?», era incapaz de responder en una lengua ajena todo lo que me había provocado y que no pertenecía al territorio de la razón.

 

El teatro físico no se agotaba en la escena. La salida de la sala terminó en un recorrido por escaleras repletas de personas con sonidos eufóricos que nos dejó en el bar al que llegaron más tarde lxs artistas y le dramaturgx de la obra. Otra extensión del espectáculo. En medio de ese barullo intelectual y fascinante estaba yo, la analfabeta de la lengua, aturdida en mis propias emociones. Me quedé en silencio. Mis pensamientos vagaban en mis permanentes reclamos al teatro en mi país, un teatro demasiado blanco, demasiado cisgénero. ¿Será posible romper esa frontera? Yo apuesto siempre a que sí.

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¹Escritor y creador no binarie de teatro, cuyos trabajos aparecieron en la British Broadcasting Corporation (BBC), Guardian, Gal-Dem. Fue el ganador más joven del programa de artista en residencia en Tate Galleries. El espectáculo con el que debutó, Burgerz, realizó una gira internacional. Su trabajo en torno al género, la identidad trans y la raza se ha destacado internacionalmente, lo que le posibilitó brindar charlas en universidades como Oxford, Harvard, Bristol, entre otras.

²Alabanza, Travis. Interview with Travis Alabanza | Sound of the Underground. Youtube. Royal Court Teathre, 23 de diciembre de 2022. <www.youtube.com/watch?v=qQhOLyWngcw>.

³«Paul B. Preciado, referente trans: “Lo que nos jugamos es el cuerpo, la vida”».Clarín, 2019. Recuperado de <www.clarin.com/cultura/jugamos-territorio-cuerpo-vida_0_PtNDC2pa4.html>.

El teatro, un salto de fe y dolor

Texto por Roxana Rügnitz

Fotografía por Mariela Benítez

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El teatro es sin duda un lugar para aprender

sobre la brevedad de la gloria humana; ¡Oh,

todas esas pantomimas maravillosas,

resplandecientes, absolutamente desaparecidas!

 Iris MURDOCH

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¿El teatro nació del dolor? Me pregunto mientras me remonto a sus orígenes, en la Grecia antigua, en el que un acto ritualístico y sagrado, el ditirambo, se convierte en un espectáculo como la tragedia, con el objetivo, según Aristóteles, de expiar las pasiones. ¿El teatro cuesta dolor? Insisto en una pregunta cuasi anafórica en la que pienso en Antonin Artaud y su desesperada búsqueda de una forma de arte capaz de provocar y transformar.

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¿El teatro se sostiene desde la pasión y el dolor? Y, en esta última cuestión, pienso en Uruguay, en el proceso que va desde el teatro criollo del siglo XVIII al nacimiento del Teatro del Pueblo en los años treinta del siglo XX hasta nuestros días. En ese recorrido hay, sin duda, momentos llenos de amor, del deseo de lxs artistas de crear magia para contarnos historias con pocos elementos, poniendo imagen y voz a un montón de sensaciones a las que el arte les da forma. Sin embargo, están atravesados, también, por el dolor de la soledad y por la eterna creencia de que el arte se paga desde el placer, como si lxs artistas no tuvieran las mismas necesidades materiales que el resto. Simples preguntas al aire, para que lxs lectorxs, eventualmente, las respondan. Me quedo con los puntos suspensivos, con la sensación de que el arte cabalga sobre el dolor del mundo para mostrarlo, para sufrirlo y, de alguna forma, por qué no, expiarlo.

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Entonces vuelvo al presente y pienso en todos esos grupos de teatro que sobreviven en los rincones de nuestro país, e insisten y resisten porque así son los que habitan los límites geográficos del arte. En este camino llego a un punto pequeño donde crece un jardín, bañado por el océano y llenito de lobos marinos. Allí, en el Cabo Polonio, hay teatro y se sostiene porque sus dos integrantes son tercos contadores de historias, hacedores, iniciadores del fuego que alimenta esa idea original del teatro como un ritual. Ellxs son Gabriel Valente y Maricruz Díaz, creadores de Tatuteatro.

 

En esto de escribir, a veces se nos atropellan las palabras, las ganas de decir, y olvidamos otras voces. En este caso, Gabriel y Maricruz son lxs protagonistas de este relato y por eso es importante que sea desde su voz que se imprima esta historia en la que el teatro también es dolor. A continuación, las palabras de Maricruz, llenas de vida.

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Teatro y dolor

Dijo Violeta Parra: «… la gente que nos escucha o lee, en realidad, escucha o lee nuestros sufrimientos. A lo mejor nos busca para sufrir también, pero de un modo nuevo, pues no todo el mundo sufre del mismo modo. […] se acercan como los niños al fuego, presienten que se pueden quemar las manos y, sin embargo, tocan». Yo hago teatro pues el teatro es vida y la vida es dolor y alegría, unidos por una larga serie de dudas sobre cómo zafar del dolor y alcanzar la felicidad que es tan escurridiza.

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En Tatuteatro hacemos todo el proceso creativo con fe y alegría. Una vez seleccionado el tema, la vida es una búsqueda incesante de esa felicidad de mostrar nuestro trabajo a otros, de reflejar en escena un recorte de la realidad que nos concierne a todos, un discurso político. El dolor es más intenso, entonces, cuando no conseguimos el objetivo de satisfacer las expectativas del público. Un dolor que todo artista alguna vez sintió y del que aprendió mucho más que de los aplausos. Provoca dolor, sin duda, no contar con los recursos actorales o técnicos para lograr mayor impacto con nuestros textos. Siempre nos falta formación y por eso participamos de todos los talleres que podemos, a pesar de la distancia. Duele que, en un país tan pequeño, el concepto de teatro se divide en Montevideo o interior, lo que acarrea el inevitable prejuicio: teatro bueno, teatro malo.

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¿Por qué no se habla de teatro de Uruguay? En Alemania, por ejemplo, ¿el teatro de Berlín es mejor que el de Bonn, Múnich, Kassel, Frankfurt? ¿Cómo es posible que el festival de teatro más importante de Europa sea en Avignon y no en París? Es un tema estructural, pero duele que por políticas culturales de Estado no se puedan formar en todo el país actores, dramaturgos, directores, escenógrafos, médicos, dentistas, veterinarios, arquitectos, etcétera.

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Ese dolor es prodigioso y ha llevado a que un grupo creciente de teatreros den la pelea silenciosa en Fray Bentos, Paysandú, Colonia, Canelones, Maldonado, Rocha… ¿Sabían que el Festival de Teatro Perimetral que se desarrollaba en Las Piedras y Ciudad de la Costa llegó a once ediciones?, ¿que el Encuentro del Litoral y del Más Allá este año cumple también once ediciones?, ¿que el Encuentro de Teatro del Este organiza su sexta edición? A pulmón, y con diferentes niveles de apoyo estatal y municipal, hemos dado la pelea; participan grupos de todo el país y del exterior. Duele que los críticos de teatro, los estudiantes de la maestría en teatro y los docentes de teatro se pierdan estas instancias de intercambio que se manifiestan en las obras, los talleres, las devoluciones, la convivencia.

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En la época de teatro barrial, por los años ochenta, apenas llegado de México, invitamos al maestro Atahualpa del Cioppo a conocer la experiencia y, encantado, vio una obra en un complejo habitacional de La Cruz de Carrasco y, por supuesto, nos regaló una clase magistral.

Duele la falta de recursos. He visto puestas en escena millonarias en la Comedia Nacional. Siempre me pregunto, ¿qué harán con todo ese material una vez que la obra baja de cartel?, ¿cuántas cosas podríamos hacer todos los grupos independientes que reutilizamos una y otra vez telas y telones y vestuario? (El Teatro 25 de Mayo de Rocha nos regaló un telón viejo, con él pudimos forrar toda nuestra salita en Cabo Polonio, y ya cumplió ocho años de uso). Duele que se hagan obras solo para ocho funciones. Supe que era el mínimo para ser considerados candidatos para acceder al premio Florencio Sánchez. Duele que no todo el mundo vea teatro, que la gente humilde sueñe con entrar al Solís y no se atreva. Duele que un teatro intimide. Duele el teatro cortesano como duele el entertaiment, el stand up, las impro… la banalización.

Hemos recibido ayuda a través del fondo concursable regional y el de infraestructura, quisiéramos que alguna vez alguien venga a ver qué hemos hecho con ellos y poder conversar de cuánto más podemos hacer involucrando niños de las escuelas, jóvenes, adultos. Duelen los huesos y las articulaciones, pues no paramos la máquina y se va gastando. El teatro es una experiencia para toda la vida, porque es vida. Atahualpa era viejito cuando nos vio actuar. Cuánta juventud en sus palabras, él no se jubiló de teatrero, no le dolía el alma por ausencia de teatro. Me quedó clarísima su lección.

 

Tatuteatro Cabo Polonio (textos, canciones, poemas, actuación, vestuario, iluminación, escenografías, objetos escénicos, maquillaje, risas, llantos).

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¹ Herrero, Víctor. Después de vivir un siglo. Una biografía de Violeta Parra. Lumen, 2017.

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Hanami: cuando la belleza es un acto de amor

Texto por Roxana Rügnitz

Fotografía por Mariela Benítez

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Un encuentro con el público desde nuestra

humanidad compartida. Es la posibilidad de ser

canal y ponerme al servicio de la vida. Poder, a

través de esta experiencia teatral, abrazar la vida

y bailar la muerte.

Danna LIBERMAN

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El teatro es un territorio que ha buscado, en su sinuosa geografía, las dimensiones de la belleza más allá de las convenciones. Cuando se pone en escena una obra, los hilos que bordan ese imaginario en el espacio, transmutan la idea al concretarse en la puesta. Llegar ahí implica un proceso de investigación que permite seleccionar los niveles estéticos que, luego, impactarán sobre la emoción visual con el objetivo de alcanzar también, a través del texto, una dimensión conceptual.

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La representación, en modo ideal, es un todo ensamblado entre estética y ética que, en muchas oportunidades, acaba por desarticular los conceptos previos que traemos de la belleza. Es que, en teatro, esa cuestión tan compleja de la belleza no solo es evidencia de la producción del objeto obra, tiene un alcance mayor cuando se desprende del diálogo intangible que sucede en el parámetro significativo de lo que Jorge Dubatti llama  convivio. Se trata de un impacto que debería producirse en un tercer espacio, no físico. La idea de este autor es que entre el escenario y la platea se realice ese encuentro —casi una fusión— entre lo que propone la obra y lo que le pasa al espectador, alcanzando así la singularidad de una belleza indescifrable, pero transformadora.

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La cuestión es que las formas de la estética en el arte tienen tantos niveles de representación que serían inabarcables en un artículo. Sin embargo, el objetivo en esta oportunidad es analizarla desde la perspectiva de una sola obra: Hanami de Danna Liberman.

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En cuanto la vimos, supimos que debía ser el tema de esta sección, porque en ella los parámetros de la belleza se amplifican para llevarnos a territorios en los que ese simple concepto entra en tensión con algunos aspectos humanos que, de no ser por Hanami, probablemente no habríamos imaginado. Solemos asociar la belleza a ideas clásicas y más concretas. Es bello lo que despierta nuestros sentidos y nos atraviesa de sensaciones cercanas a la alegría, pero ¿y si la belleza viene del dolor? Hanami impregna a la platea de una cantidad de emociones, casi vertiginosas, para cambiarnos el foco del asunto.

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¿Cómo rompemos los preconceptos? ¿Cómo desciframos, en nuestra forma recortada de pensar el mundo, esa conexión? Posiblemente, apenas un mes atrás me hubiese costado, siquiera pensar en esta pregunta, pero después de ver Hanami, todas las respuestas se desparramaron ante mi insignificancia. En la platea, rodeada de personas, me sentí sola, en un íntimo encuentro con la actriz, mientras asistía a una de las expresiones más intensas de belleza.

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Hanami significa «ver flores». Esa sería la traducción japonesa de observar la belleza de las flores, lo que me lleva a pensar en la simpleza. Me detengo allí, en esa definición, para comprender. Salgo a mi jardín a ver las flores. Están ahí, tan sutiles, naciendo y muriendo, capaces de entregar su esplendor como un acto generoso y sin esperar nada más. Tantas contradicciones vienen a mi mente. Hemos perseguido una idea de belleza superficial porque la hemos asociado a la eterna juventud y, sin embargo, veo en esa pequeña flor que la perfección de su existencia es plena, completa, sin ninguna expectativa, sin necesidad de permanencia.

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Hanami es el perfecto título de la obra que Danna Liberman escribe para contarnos una historia que nace de un dolor indescriptible, pero que llega a configurarse en la misma singularidad de ser una flor con la capacidad de celebrar ese instante preciso, sin pedir más nada.

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Cuando ingresamos a sala, vemos un espacio completamente despojado, habitado por la intensidad del color. Algunos recursos sutiles como la flor que insiste en ser toda ella, sin más deseos, con sus pétalos y tallos y hojas. La puesta en escena tiene la sensibilidad y la inteligencia de Jimena Márquez y de Luz Viera. Ellas han comprendido que ese texto requiere toda la capacidad de simpleza a la que se puede acceder para explotar allí, en ese acto de entrega, ante el cual todas las desnudeces se estremecen, el hecho teatral de la belleza que nos llevará a niveles impensados de la emoción.

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Danna nos mira de frente, nos habla desde el lugar más profundo con dulzura y, desde ese mismo lugar, hace un pacto con nosotrxs. Danna se convierte en esa frágil flor en escena.

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La belleza va surgiendo allí, envolviéndonos a todxs, aun cuando por momentos, como escondido desde los lugares más perversos de la cultura, surge ella, la culpa, para intentar detener el goce de lo que estamos experimentando. Es que somos conscientes de ese extraordinario oxímoron que representa hablar del dolor de la pérdida y, desde ese lugar, generar un acto puro de belleza. No solo estética, se trata de una belleza más cercana al plano de la ética, por lo que supone la capacidad de entregarlo todo, lo más íntimo, eso que solemos esconder en nuestros baúles más privados porque, dentro de los códigos de una sociedad hipócrita, parece no estar habilitado compartir el dolor con todxs.

 

La actriz-personaje nos interpela, nos habla directo, viene a regalarnos la más hermosa de las flores que quedará atrapada en nosotrxs, abrazándonos desde dentro. Danna en escena se vuelve flor con conciencia de finitud, pero una conciencia extraordinariamente clara, sin registros de dramas —a pesar de lo que nos cuenta—. Ella nos lleva a su lugar más íntimo y nos deja bailar su dolor, para volverlo allí, en el teatro, otra forma de vida.

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¹Jorge Dubatties profesor universitario, crítico e historiador teatral argentino. Entre sus principales aportes a la teatrología se cuentan sus propuestas teóricas de filosofía del teatro, teatro comparado y cartografía teatral, disciplinas en las que ha sido pionero.

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Un concierto entre tiempo, vejez y teatro

Texto por Roxana RügnitzFotografía por Mariela Benítez

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Hay una dimensión de género en la vejez que Simone de

Beauvoir plantea de forma radical. Lo femenino, como const-

rucción social, tiene que ver con una «hiperrepresentación»

de lo corporal y lo sensual como valores fundamentales

asociados al hecho de» «ser mujer». Esta es la gran trampa

que señala la autora que hace más difícil el envejecimiento

de las mujeres.

 

Asunción Bernárdez Rodal

Transparencia de la vejez y sociedad del espectáculo

A Simone de Beauvoir le preocupó el efecto del paso del tiempo durante toda su vida, hasta que, en 1970, publica su libro La vejez. La distancia temporal entre ese libro y la actualidad no es significativa, tal vez por eso, mientras poco se habla de este período de la vida, el mercado se adapta a él. Los medios de comunicación no reflejan a las personas mayores, a no ser que quieran venderle las maravillas de una casa de salud. Sin embargo, ellas están, y cada vez más, ocupando los espacios y mostrando que aún tienen mucho por vivir. Han sido las cuidadores de sus nietos, han continuado su vida laboral más allá de lo establecido y, muy especialmente, son consumidores, lo que se relaciona —además— con el tiempo libre. Si hablamos de personas mayores con calidad de vida y cierto privilegio, viajan, hacen cursos, salen al teatro o al cine. Están activos y presentes. Aunque, en este caso, debería usar como absoluto el género femenino, ya que el mayor porcentaje de personas mayores activas son mujeres.

 

«Escenidades» es sobre teatro, sí, pero hoy vamos a conjugar el tiempo de una institución que ha construido la historia teatral de nuestro país y dos actrices que acompañaron ese proceso: Myriam Gleijer (81) y Silvia García (66).

La existencia de estas mujeres está asociada al teatro El Galpón y, aunque el tema central es la vejez, pensar el tiempo de una institución que trabaja con los cuerpos en escena nos permite hilar el tránsito de la vida que las transforma, a través de este territorio concreto que es el teatro. Con ellas comprenderemos que el proceso de convertirse en personas mayores desde la actuación impacta directamente sobre sus cuerpos de mujeres.

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La entrevista comienza a modo de charla. Myriam nos sorprende hablando de la peripecia de ser parte de El Galpón desde sus orígenes, toda una estructura construida —en la idea y la acción— por esos peculiares obreros de la escena. Ella nace y se desarrolla dentro de esas fronteras teatrales.

 

«Empecé la escuela de teatro en 1961, imagínate que toda mi vida está definida por este lugar». Entonces nos cuenta una historia asociada al período. Estamos en mayo y no podemos dejar de pensar en lo que representó para este país la dictadura cívicomilitar, incluso antes de que se instalara. Le pregunto sobre el exilio del teatro El Galpón a México y se disparan un montón de recuerdos que están ahí, claritos en su memoria. Su relato comienza describiendo los mojones que fueron gestando el proceso hasta lo que llega a ser, hoy, la Institución Teatral El Galpón.

 

Aquel momento, entrelazado con las medidas prontas de seguridad, en una democracia que se hacía pedazos, viene de la mano del estreno de la obra brasilera Libertad, libertad de Bior Fernández. Una obra que ellos adaptaron a la realidad política del mundo y que estrenaron el día en que se instalan esas medidas, en julio del 68. En sus recuerdos se levantan imágenes que descubren lo que significó ese momento: […] estábamos estrenando la obra y por la calle Mercedes —donde se situaba el teatro en sus comienzos— se sentía pasar la caballería y a nosotros se nos juntaba una mezcla de miedo y rebeldía. Muchos jóvenes que escapaban de la persecución de los militares veían una sala de teatro y entraban para esconderse, entonces se encontraban con la obra Libertad, libertad». No sé si es posible imaginar la escena en toda su potencialidad cinematográfica, escapar de la represión y encontrarse con una obra que les hablaba de lo que, para ese entonces, era una utopía: la idea de libertad.

 

Voy tratando de armar ese proceso para instalarlo en nuestro tema. Es que el contexto es un elemento central de la forma en la que crecemos. Myriam habla desde su presente de mujer grande, pero entiende muy bien que definir su realidad hoy solo tiene sentido cuando lo conecta con el relato de lo que vivió.

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El tema de la vejez tiene una dualidad interesante, un presente inscripto en el cuerpo y un pretérito que salta de los recuerdos, como testigo clave de lo que fuimos, de lo que hicimos y por eso tenemos historias que contar. Hemos vinculado, demasiado, la vejez con lo que se pierde y, sin embargo, escuchándolas a ellas me doy cuenta de cuánto se gana; se acumulan experiencias que surgen en forma de cuentos que también hablan de nosotros como pueblo. Entiendo que es ahí donde aterriza mi escritura, rescatando las voces de dos mujeres que fueron parte de la historia de uno de los teatros más importantes del país, y que hoy son nuestro acervo cultural.

 

El transcurso del tiempo, la construcción de un teatro, la dictadura y dos mujeres que crecieron atravesadas por todos esos niveles. Hablar de ellas es comprender cómo todos esos aspectos jugaron un rol importante en la manera en que viven hoy su tiempo, su edad. Queremos descubrir cómo se fueron instalando todos esos cambios en sus cuerpos, como actrices. Tal vez por eso les pregunto cuál es el vínculo de ese proceso con la memoria en relación al teatro.

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Silvia, con una mirada analítica, piensa. Le importa marcar el concepto de la memoria como un agente de registros que nos define, en lo individual y en lo colectivo. Esa idea cobra otra dimensión cuando habla de «el exilio y el amor», un título que nos queda retumbando. Ella era muy joven, así que las consecuencias de la persecución las vive porque decide irse al exilio detrás del amor, lo que le significó «construirse como persona desde otras fronteras, desde las lejanías territoriales y las cercanías elegidas que terminaron siendo familia.» Dice: «Vivíamos siempre cerca, nos conteníamos. Yo no sabía nada cuando me fui, con el libro del Crandon que me dio mi madre debajo del brazo. Allá nos conformamos como una familia e hicimos teatro por todo el mundo, un teatro de militancia que buscaba recuperar nuestra democracia».

 

Myriam piensa en la memoria como una herramienta de trabajo y separa los tantos. «A lo mejor, por la edad puedo olvidarme de detalles, de nombres, pero la letra de los textos me las aprendo toda y no me olvido. Eso nos mantiene la cabeza activa. Nací en 1940, transité desde el siglo pasado, desde la segunda guerra mundial hasta aquí. Este teatro ha recorrido la historia del Uruguay y del mundo, y yo con él».

 

La idea de la memoria en la edad tiene esos recovecos fantásticos que nos traen, con toda lucidez, los hechos pasados indispensables para construirnos como especie. Ellas se piensan en el proceso del tiempo desde el escenario, entonces Myriam recuerda: «Hice una obra, dirigida por Nelly Goitiño, que se llamaba El sueño y la vigilia de Juan Carlos Gené. Me tocó representar a una ex vedette de varieté que vivía en una casa de salud para artistas, con un ex actor shakesperiano. Mi personaje tenía una ansiedad y locura de vivir frente al otro que estaba entregado. La vedette sostenía que Shakespeare había sido su hermano y que por eso ella era inmortal. Desde ese lugar intentaba convencer a su compañero de que volviera a representar El rey Lear. Cuando eso sucede, ella le traslada la inmortalidad, entonces muere tranquila. Y yo creo que los actores en cierta medida somos inmortales. Transitamos todos los personajes de todas las edades, desde los más jóvenes a los más viejos, a través de todas las épocas». Mientras Myriam habla, parece transformarse, como si aún sintiera latir a esos personajes en algunos rincones de su cuerpo.

 

La vida de los actores y las actrices tienen esa peculiaridad, pasan su vida habitando distintos personajes. Sus cuerpos se convierten en resortes de historias, de voces, de ilusiones. La conciencia de ese proceso es clara y la forma en que ellas lo vinculan a la edad también: «Cuando sos joven no tenés experiencia, pero tenés energía y el cuerpo te responde bien, en la edad adulta llegas a ese estado de equilibrio en que todo parece responder por la madurez en la que estamos y, al llegar a la vejez, nuestra cabeza que ha transitado todo ese periplo aún quiere hacer, pero el cuerpo parece que no puede seguirla. Hay que adaptar la historia vivida, nuestros pensamientos, aún, ansiosos y con ganas al cuerpo presente de la vejez. Ese ejercicio nos mantiene alertas, insistentes, nos hace seguir. Tener el desafío de adaptarnos a los personajes nos mantiene vivos, porque arriba del escenario, te juro, pasan cosas. Una llega enferma al teatro y cuando empezás la función te curás. Esa es la adrenalina que ponemos en funcionamiento y que nos da la energía necesaria para sostener es lo que no te deja envejecer del todo. Por eso, es que yo creo que voy a ser inmortal hasta la muerte (risas)».

 

Silvia, que es más joven, piensa en el camino del crecimiento en relación a la vida en el teatro: «Nosotras nos vamos adaptando desde el cuerpo y sus posibilidades a las necesidades del teatro. Nuestra vida gira alrededor de eso. Aun cuando la edad pueda pesar, sí, creo que nosotras como actrices podemos hacer cualquier cosa. No hay límites, porque estamos hechas para eso. Crecer, en nuestro caso, significa ir acomodando nuestra estructura, nuestro tiempo, a las necesidades del teatro. Tal vez por eso transitamos naturalmente el paso de los años. Dicen por ahí que la gente que menos envejece es la del teatro, por algo será».

 

Esas palabras me recuerdan la canción que dice: «Quedan los artistas». Parece que algo en ellos les hace procesar el tiempo de una manera distinta. Myriam tiene la respuesta: «Es químico, la cabeza alimenta el cuerpo y de alguna manera lo mantiene, no lo deja caer. Hay una energía interior, cuando hacés teatro, que te sostiene». Ellas se miran, continúan como en una charla de boliche, tan propia de nuestra cultura, el tema fluye solo y Silvia continúa: «Estamos pensadas para estar en el escenario más allá del tiempo y más allá de la edad. Hay un pacto entre el cuerpo y la mente que nos instala con tremenda fuerza vital en escena». En esa misma línea, surge la voz de Myriam, como una resistencia: «A veces me piden que pare, pero yo no quiero parar porque, si no, se me para la cabeza»

 

Es claro que, en el caso de los teatreros, el cuerpo no les pertenece del todo. El juego de la representación les exige prestarlo a otros, a personajes que llegan, como extraños espíritus, para habitarlo por un instante. Me pregunto si existe ahí un contrato —¿como el de Fausto?— donde el artista se transforma en un médium para darle vida a ese efímero sueño. ¿El arreglo? Durante el tiempo en que el personaje toma su cuerpo, le devuelve a cambio una porción de energía que genera esa mística de eternidad.

 

Mientras cerramos la nota, las fotos siguen buscando algo del misterio que se esconde en estos espacios. Un teatro amplio, generoso, que ha sido la casa de todos los teatreros que no tenían recursos durante la pandemia. Entre ellas y este teatro se perciben todas las historias que aún nos quedan por contar.

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¹A lo largo de sus 72 años de historia, se ha constituido en un centro cultural, situado en la principal avenida de la ciudad de Montevideo, con tres salas teatrales. Hay además espacios para exposiciones, una cafetería y una Escuela de Artes Escénicas. Sin ningún tipo de apoyo o subvención estatal permanente, esta Institución, de las más antiguas, conocidas y respetadas en el mundo, se sostiene gracias al apoyo del público y a los sistemas de Socios de El Galpón y Socio Espectacular.

²La dictadura cívico-militar uruguaya se extendió entre el 27 de junio de 1973 y el 1 de marzo de 1985. Fue un período durante el cual Uruguay fue regido por un gobierno militar no ceñido a la Constitución y surgido tras el golpe de Estado del 27 de junio de 1973.

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​Mujeres de carnaval: deconstruyendo a Momo

Texto por Roxana RügnitzFotografía por Mariela Benítez

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No estoy aceptando las cosas que no puedo cambiar,

estoy cambiando las cosas que no puedo aceptar.

Ángela DAVIS

Transcurre febrero y se va desarrollando en nuestro país la mayor de las fiestas: el carnaval más largo del mundo. Un despliegue de creación donde la cultura popular uruguaya encuentra su más importante espacio de representación y referencia. Durante un mes, todas las noches los conjuntos recorren a marcha camión distintos tablados enclavados en los barrios, para presentar sus espectáculos, parte del gran concurso llevado a cabo en el Teatro de Verano de Montevideo.

 

Cuenta la tradición que, con excepciones, el carnaval ha sido un lugar habitado por varones. Hoy, verlo con más mujeres en la escena es una señal, aun cuando parece un espacio en permanente disputa. Para hablar de este tema, Piel Alterna se encuentra con algunas de esas mujeres. Nos recibe Sala Emilia, un espacio de impulso creativo de Jimena Márquez y Luz Viera.

 

El encuentro estuvo atravesado por esa rara emoción que envuelve al carnaval. Las llegadas, los reconocimientos, los abrazos mientras nos preparábamos para lo que iba a ser un disfrute, más que una entrevista.

 

Hablamos con Antonella Puda y Jimena Vázquez de Los Muchachos; Jimena Márquez y Luz Viera de Queso Magro; Abril Pereira de Valores; Carolina Pastorino de Diablos Verdes; Emilia Díaz y Camila Sosa de Doña Bastarda.

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El disparador fue simple y obvio. ¿Qué implica ser mujeres en la fiesta de Momo? Jimena Márquez abre el juego, recordando un encuentro con Pochola Silva (2) que permite rescatar un legado femenino en el carnaval mucho más antiguo de lo que creíamos, aunque siempre definido por el conflicto. Esto se subraya con la anécdota que nos trae Jimena: «Nosotras la fuimos a buscar y ahí nos cuenta sobre esas historias de cómo a las mujeres que desfilaban en carnaval les gritaban “¡putas, putas!”».

 

Luz, con la mirada atenta y una sonrisa dibujada en el rostro, aclara las diferencias de los conjuntos que, si bien se establecen por sus categorías, también se dan porque algunos, como los humoristas —es el caso de Cyranos— siempre tuvieron mujeres.

 

Cuando Jimena Vázquez interviene, lo hace con la misma confianza con la que sube a escena y toma la palabra: «También es cierto que las mujeres que salimos en los conjuntos de carnaval tenemos ahora más participación que antes. Tenemos a Márquez como cupletera en Queso Magro, a Emilia como cupletera en Doña Bastarda.(3) Ahora hay mujeres liderando la creación, con roles más centrales y antes eso no pasaba».

 

Esa idea instala un trayecto histórico que queda latiendo, un proceso reconocido que se delinea en todos los niveles sociales, donde las mujeres hemos tenido que conquistar los espacios. Ellas están tomando el territorio del carnaval, sus voces resuenan, con una conciencia del tiempo que les toca vivir. En este relato se suma Emilia Díaz, apuntando ciertos conceptos claves: «En los tiempos de pos Varones Carnaval, que agradezco, es un gran desafío incluir mujeres en el «patriarcado de Momo». No es solo tener mujeres en el conjunto, es también definir el lugar que ocupan. Es interpelarse hacia la interna del grupo, porque esto está moviendo todo. Se percibe, las ideas están ahí y salen en la conversación abajo del tablado, en las bañaderas. Eso, las bañaderas están cambiando».

 

Luz acuerda con ese cambio, señalando la evidencia en cómo se procesan en cosas mínimas, incluso los chistes son otros. Respecto a eso, Emilia se acuerda de una anécdota, de la garganta seca, de la dificultad para sostener la voz tantas horas, de los recursos buscados para resolver el problema y ahí, justo ahí, se da la cuestión, lo que podría haber sido y no fue: «Un día, en uno de los cambios, encontré una banana y pensé en probar, a ver si me ayudaba con el tema de la garganta, cuando subo a la bañadera grito “bo, Lolo, te comí la banana”, entonces me di cuenta de lo que había dicho. Esperé la reacción, el chiste fácil, pero todos estaban en silencio, nadie se rio. Me sorprendí, pero un compañero dijo: “las cosas están cambiando, ya no da gracia”».

 

Carolina lo define, con una simpleza magnífica, como la libertad de estar y ser sin tener que reprimirse por los varones. El tema estaba en el aire, no se podía obviar. Las cosas cambian y las denuncias se acumulan, para que cambie para siempre. Entonces Jimena da el puntapié: «Me di cuenta, de repente, que en todas las notas que me hacían, de todos los medios, siempre me preguntaban por el tema de Varones Carnaval, pero nunca vi una nota en la que se le preguntara a ellos cómo se sentían al respecto».

 

Vázquez se suma: «Sí. Somos nosotras las que hablamos del tema, incluso a la interna. Es necesario que ellos también lo encaren. El cambio social tiene que venir desde un cambio de perspectiva, de romper el género. Esto es una revolución de todxs. El cambio artístico responde al cambio social». Así fue como surgió el tema de Varones Carnaval en todas, incluso desde sus cuerpos en el espacio.

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Carolina Pastorino arranca, como si tuviera el tema atrapado en el buche, preparado para salir: «Cada situación que se iba denunciando estaba conectada a mi experiencia. Entonces pensaba “ah, si yo hablara”, pero eran los compañeros y lo dejábamos pasar. Hoy me doy cuenta el gran acto de valentía que representó hacer esas denuncias, ponerle voz a lo que estaba pasando. Abrieron una puerta que nos interpela a todxs, desde todos los lugares». Abril interviene para dar una visión que quiere ser confesional, honesta: «Sin duda no nos tomó por sorpresa, no vamos a pecar de ingenuas. Veíamos ese relato reproducido en nosotras tantas veces, siempre la misma secuencia de acciones de acoso».

 

Es Márquez quien les pregunta a las integrantes de Doña Bastarda sobre una canción específica, sobre la vivencia y el vínculo con los hechos.

 

Camila Sosa habla desde la convicción, son parte activa del proceso que vienen elaborando y por eso nos dice: «Con respecto al tema de las denuncias, el espacio de charla existió siempre hacia la interna, desde el minuto uno. Cuando yo entré no habían denunciados porque ya se había bajado uno. Yo quería saberlo todo al respecto. Era un tema que había que hablar y lo tomamos como prioridad. Fuimos nosotras con Emilia las que dijimos que queríamos tocar el tema “varones” desde la propia murga. Ellos nos dijeron que no se sentían preparados para hacer una canción al respecto y nos pareció re honesto de su parte. Eso nos dio la oportunidad de hacerla nosotras. Así se convirtió en “la canción de las gurisas”. Cuando aparecieron de nuevo las placas, volvimos a tener una instancia de dolor y decidimos no cantarla».

 

Emilia, con el ceño fruncido no puede dejar de expresar lo que siente: «Cuando aparecieron las placas me negué a cantarla, porque si no iba a tener organicidad y coherencia hacia la interna, no me parecía honesto».

 

Se percibe en todas, un conflicto, una batalla que, saben, tienen que dar. Por un lado, el golpe en cada denuncia —necesaria y sostenida desde la interna—, pero que abre nuevas heridas. Por otro lado, el espacio conquistado que están defendiendo por ellas y por las que vienen. A esas tensiones se suma el reclamo que se les hace de afuera por ocupar ese lugar. Como casi todos, este es un territorio minado de acoso y violencia, pero también del dolor de la acusación que las señala por estar ahí, como si fueran ellas el problema. Sobre eso es Márquez que afirma: «Cuando nos caemos entre nosotras, desviamos el foco del asunto».

 

Cerrar una entrevista nunca es fácil, mucho menos cuando se está hurgando sobre temas complejos. Sin embargo, ellas son mujeres con una profunda conciencia del lugar que ocupan y de lo que hacen, no se dejan definir por la bronca, trabajan para una transformación continua. Es desde ese lugar que proponemos la última idea. Ellas pertenecen a un tiempo que es mojón. Un tiempo de cambio. Lo saben, se hacen cargo y cierran con sus voces entreveradas y, aun así, tan claras. «Estamos transformando, sí, con todo lo que esto implica —dice Carolina—, porque a la interna damos las batallas que hay que dar para el cambio, pero desde afuera aguantamos los palos».

 

Jime Vázquez también sostiene esa idea: «Cuando yo hacía humoradas, hace años, liderada por mujeres, creíamos estar inventando la pólvora. Todo el tiempo había que explicarles que, como mujer y actriz, me dedicaba a hacer comedia; hoy ya no es necesario. Hoy somos mujeres que hacemos carnaval en todos los espacios y eso ya no es un conflicto».

 

Desde la perspectiva de Emilia aparece otro aspecto: «Yo creo que también estamos transformando al feminismo, porque los mandatos patriarcales están en todos lados, aún en el feminismo. Nosotras estamos dando la pelea, como artistas, en estos espacios y es difícil el cuestionamiento de las compañeras feministas hacia nosotras».

 

Hoy son muchas más en el carnaval y se reconocen, se miran entre tablados, se refuerzan mutuamente tejiendo esa potente red que sabemos y que es la más poderosa de las armaduras. La historia nos cuenta que alcanzar esos espacios, históricamente determinados por varones, ha costado mucho. Es necesario defenderlo y por eso nos necesitamos en esa red, porque no es fácil y la renuncia no es la solución. La idea que dejan es clara, la transformación es entre todxs y por todxs, porque somos parte de la especie humana.

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El Rey Momo es uno de los personajes centrales que preside el carnaval.

Juana Pochola Silva nació en Las Piedras, Uruguay. En la década de los 60 fue la primera mujer que se paró frente a un coro de murga integrado solo por mujeres.

Queso Magro y Doña Bastarda son murgas.

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Sudaca o Sud acá. El teatro: un territorio sin fronteras

Texto por Roxana RügnitzFotografía por Alejandro Pérez Sacco

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La migración en el mundo ha sido, es y seguirá siendo fluctuante y diversa, cruzada por cuestiones de clase, de género, de orígenes, etc. La experiencia migratoria puede ser temporal o permanente, pero siempre nos atraviesa. Atraviesa nuestros cuerpos, nuestros pensamientos, nuestras subjetividades […] Somos personas de tránsito. Pero ¿qué es ser migrante? ¿Acaso no somos todes, desde siempre, migrantes?

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KALIBÁN USINA TEATRO

Paula Gonzáles, la autora de Corporalidad Migrante, afirma que: «El desplazamiento de los sujetos de un lugar a otro, de un territorio, pueblo, ciudad o país a otro, no es un temática que pueda acotarse como un problema contemporáneo, sino que es una característica que ha acompañado a los sujetos desde siempre». Sin embargo, el tema se ha vuelto particularmente relevante en la actualidad, al involucrar diversas perspectivas, desde el aspecto político, económico, demográfico, cultural, entre otros, por lo que el fenómeno se vuelve sumamente complejo de abordar.

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Tal vez por eso es indispensable la mirada que se instala desde la escena, donde esas dificultades se van dibujando a través de múltiples símbolos, como una propuesta en la que horizontalizamos las miradas con el objetivo de sentir el problema. En este sentido, Sudaca, como un acontecimiento escénico, aterriza en el espacio teatral todas las miradas, todas las formas, todos los sentires sobre esta cuestión.

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Sudaca nace en 2018, antes de la pandemia. Diana Veneziano (actriz, directora y docente de teatro, fundadora de Kalibán Usina Teatro) lo propone al colectivo, y desde el inicio, surge con el nombre Sudaca: «A partir de la idea de investigar los procesos migratorios de quienes integramos el equipo, elaboramos un proyecto en el que íbamos a trabajar con Ana Kavalis y Oriana Iristy desde Berlín y con Adán Torres desde España». Esto les implicó articular distintas formas creativas, aún antes de que la pandemia lo hiciera necesario.

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El proyecto se desarrolla desde un principio dentro de este parámetro de la virtualidad, por lo que el tema de la obra está atravesado por el nivel temático en distintos planos: desde su origen —la historia que decidieron contar— hasta el formato de trabajo, que implicó ensayos virtuales, ya que todo el equipo se encontraba en distintas partes del mundo. Toda la propuesta se sustenta en las experiencias reales y personales de los integrantes del proyecto. Diana cuenta el proceso: «Hubo una búsqueda para el acopio de materiales que surgían de distintas ideas. Yo les tiraba estímulos, interrogantes sobre el tema y cada uno iba respondiendo en el formato que quería: audio, video, material escrito, fotografía, etc. La segunda etapa fue la de selección de los materiales para darle forma a la dramaturgia escénica. Plantearle estos aspectos a las actrices fue lo más difícil, porque debían realizarlo desde la distancia y en soledad, hasta que nos encontramos todos, para hacerlo cuerpo en el espacio real».

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La propuesta de Veneziano es, en este sentido, todo cuerpo. Desde el enfoque a la realización, podemos comprender hasta qué punto el teatro es un cuerpo que late y configura un organismo en el que nace una historia contada a través del movimientos y la respiración, como cajas de resonancias de imágenes e ideas.

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Sudaca O Sud/Acá, es un relato sobre mujeres que han migrado por distintas razones. Esta obra tiene varios aciertos, el primero de todos: existir en la voz y el cuerpo de sus actrices y su directora, en una puesta que combina inteligencia y sensibilidad. Otro de sus aciertos es que no se trata de una historia que contamos acerca de lo que viven las migrantes, ya que son ellas, las artistas, quienes han debido emigrar, y entonces ponen el cuerpo en escena para contarnos sus vivencias. En este sentido, me pregunto si esta obra puede enmarcarse dentro del teatro de autoficción.

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Sudaca es un espectáculo amplio, complejo, que recurre a las imágenes, la música, la plasticidad del cuerpo en escena y la palabra como un recurso más. Todos estos aspectos confluyen, en un entramado armonioso, para impactar en otro cuerpo, el de los espectadores, que son quienes van hilando el relato, uniendo imágenes, captando símbolos y conectándose con sus propias concepciones sobre la migración.


La forma de narrar, que también podría entenderse desde la corporalidad, se vuelve el acceso hacia la subjetividad de las protagonistas. Una vez que ingresamos a la propuesta como espectadores, somos capaces de atravesar con ellas el abismo que existe en el migrante, entre la idea llena de esperanzas y una realidad cargada de incertidumbres.

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¿Se puede hablar de una fisiología del migrante? ¿Podemos analizar los cuerpos que migran con valijas repletas de expectativas, de miedos, de desesperación, cuando es el único recurso para existir? Sin duda, las diferencias de los cuerpos migrantes están determinadas por la historia, por la situación socioeconómica y por su género. Cuando el cuerpo de los migrantes es de mujer, entonces se configuran otras singularidades, determinadas por el paradigma androcéntrico que aún las considera como un objeto de deseo y conquista. Si ese cuerpo es ajeno, extranjero y pobre, se inscriben en él relatos de vulneraciones, se transforma en un territorio de conquista y abuso.

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Las historias que podemos construir a través de Sudaca —siendo nosotros mismos sudacas—, son múltiples. En todas ellas, las tres artistas, mujeres, migrantes, nos van dejando huellas que no pretenden tener un orden. Los espectadores serán quienes escojan las piezas que necesitan para la pintura que se está montando. Algunas de esas huellas son reconocibles, por ejemplo, el momento en que se produce la separación del núcleo, la familia, la tierra. Los recuerdos vienen como oleadas insistentes para que el olvido no las abrace, entonces, soñar con una hermana, pensar en una calle, o en una costumbre, se convierten en un ancla de identidad original. Luego surgen nuevas pistas, el cuerpo en estado de migración, ser otro en un país extraño, aprender una lengua, llevar en la voz registros sonoros que te identifican como no perteneciente. Aprender a existir en pedazos. Las tres actrices van configurando todas estas formas, para hacernos testigos del proceso en que el migrante termina construyendo un territorio distinto, limítrofe entre la patria y el país que de migración.

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Definitivamente, Sudaca es una propuesta que trasciende lo teatral, es un espectáculo completo y es, además, una tesis que deberíamos tener bien presente, sobre quiénes somos en tanto humanos, a dónde pertenecemos, por qué imponemos fronteras que delinean formas de existencias y dan categoría a las personas. Tres actrices, bailarinas, tres talentos escénicos plantan su cuerpo entero en Sudaca para decirnos que es indispensable repensarnos como especie, reconquistando el derecho a existir donde queramos hacerlo, porque somos ciudadanos del planeta Tierra.

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Sudaca

Dirección: Diana Veneziano.

Elenco: Oriana Iristy, Esther Jerez y Ana Kavalis.

Dramaturgia escénica: Diana Veneziano y Sergio Marcelo de los Santos

Dirección de Arte: Adán Torres.

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El teatro más allá del miedo

Texto por Roxana Rügnitz  / Fotografía por Mariela Benítez

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En una pequeña o gran ciudad o pueblo, un

gran teatro es el signo visible de cultura.

Laurence OLIVIER

La palabra cultura nos atraviesa, la usamos de manera recurrente para explicar algunos aspectos de nuestra forma de vida y justificar otros. Pero, ¿qué es la cultura?

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Andrea Imaginario, especialista en literatura comparada e historia, dice que la cultura es «un conjunto de bienes materiales y espirituales de un grupo social, transmitido de generación en generación, a fin de orientar las prácticas individuales y colectivas». Es evidente que la cultura es un hecho humano por excelencia. A través de ella mostramos quiénes somos y dejamos una huella de nuestra existencia. En este número, el concepto de cultura viene asociado a la clandestinidad. ¿Existe un momento en que la cultura debe volverse clandestina para sobrevivir?

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La clandestinidad es un hecho político que, vinculado a la cultura, opera como un motor de acción. Hay en ella una semilla de rebelión ante una realidad que se percibe como opresora o injusta. Cuando la cultura necesita existir fuera del radar para sobrevivir, se dispara una alerta que nos muestra que algo en nuestra sociedad no está bien.

 

Hace dos años que vivimos en pandemia. La nueva estructura de control ahora se llama miedo y nos ha convertido en potenciales enemigos, por lo que nos encerramos solos, sin necesidad de un aparato represor, formal. En este contexto, las artes se han vuelto prohibidas. Mientras los shoppings parecen inmunes a la enfermedad, los teatros se convirtieron en lugares peligrosos. 

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El teatro tiene experiencia en la clandestinidad. Ha tenido que vivirla en todos los sentidos, desde el político al sanitario. Durante estos tiempos en que el contexto impuso un retraimiento de todas las formas de arte, el territorio teatro ha debido repensarse y descubrir formas alternativas de creación. En ese sentido, en Escenidades quisimos dejar evidencia de un teatro que intentó subsistir fuera del marco oficial. Repensar formas de hacer, obligados por las circunstancias, amplifica las posibilidades creativas.

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Entonces, cuando las puertas de los teatros se cerraron, surgieron focos ígneos en los lugares menos pensados. Se abrieron espacios en casas particulares, ofreciendo un recurso privado para hacer teatro. Esto trajo aparejada la descentralización del hecho artístico y el encuentro con un público distinto. Como comprenderán, el concepto de lo clandestino nos impide dar referencias de los lugares donde sucedieron estos acontecimientos. Baste decir que fuimos parte de algunos de ellos, como testigos directos.

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La primera de las experiencias de las que podemos dar cuenta, sucedió en una casa particular, de un barrio periférico de Montevideo. La gente fue contactada por medios privados a través de los cuales se les daba las señas específicas para llegar. Se llevó a cabo en el living de una casa que, claramente, había sido transformado en otro espacio. Las personas se acomodaron frente a lo que se podía identificar como la escena. El manejo de las luces era manual —todo muy casero—, pero estaba incluido dentro del pacto ficcional,  instalaba el ambiente necesario para que la magia se produjera gracias a las obras realizadas, en esta ocasión, por Tatuteatro.

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La segunda experiencia sucedió en las afueras de Montevideo, en una chacra, con las mismas claves para el acceso. La diferencia es que el espectáculo sucedía afuera, en los alrededores de la casa. En este caso la gente que llegaba se reunía cerca de un fogón a esperar. Era finales de junio y por lo tanto hacía frío. El terreno estaba fangoso, ya que había llovido la noche anterior. Tanto que pensamos que se suspendería, pero no. La gente respondió igual. Asistieron preparados para el frío y la lluvia, deseosos de un encuentro con el teatro. Fue extraño ver los rostros de los invitados, con una luz inusual, movidos por la fascinación y las ganas de vivir una experiencia artística aún en un clima poco propicio, nadie se fue.

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En un momento dado, las personas fueron guiadas por la actriz, con un gesto que indicaba que había que seguirla. Mientras ella los llevaba por los senderos embarrados de la chacra, iba diciendo su texto. Entonces algo extraordinario sucedió. El frío desapareció, a nadie le preocupó ya la lluvia pues habían sido tomados por el monólogo de Fedra (un texto de Marianella Morena). El cierre de lujo fue un concierto de canto lírico entre las hojas y el agua, abrazados por la emoción. Una vez finalizado el espectáculo, los asistentes fueron convidados con un guiso de lentejas, pan casero y una copa de vino, en un acto de comunión sagrada. Algo se hizo claro en esa jornada, todos comprendieron que estaban siendo parte de algo más grande, el hecho de estar allí representaba un privilegio.

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No queda mucho más para decir. Solo dejar registro de que en algún momento, personas que no eran del universo del teatro, se sintieron llamadas a accionar y se produjeron hechos que, tal vez, queden en el olvido, pero fueron hechos culturales de subsistencia.

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¿Estos espacios llegaron para quedarse? ¿Se abrirán nuevos reductos, más allá de la pandemia, para hacer teatro fuera del centro? Lo que esta experiencia nos deja como saldo es la convicción de que no hay forma de frenar la acción humana. La prohibición siempre será leída como un acto peligroso que implica consecuencias mayores que las de un virus. Especialmente, cuando se trata de prohibiciones sesgadas, que solo se imponen a la cultura y no al mercado económico. En definitiva, estos actos son una fuerte evidencia del poder de la cultura más allá del miedo.

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Entrevista a tres potencias creadoras

Texto por Roxana Rügnitz  / Fotografía por Mariela Benítez

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“Pensar el teatro en términos feministas es hacernos cargo de las preguntas difíciles. No es hacer un teatro de temática de mujeres, sino dejar a la disciplina permearse por los quiebres más profundos que los feminismos contemporáneos proponen, esos que son anticapitalistas, desjerarquizantes, esos que cuestionan la matriz de género, la heterosexualidad obligatoria y los privilegios”. 

Manuela Infante, dramaturga y actriz chilena.

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Escenidades ha sido un espacio creado para hablar del teatro, tan rico y diverso, que existe en nuestro país. Sin embargo, hace tiempo ya, que el vacío de los teatros nos deja ante un papel en blanco. No me resigno. Los teatreros están, ahí, en la ciudad, sobreviviendo. 

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Pienso en el tema de la revista, en qué medida el género define la forma en que vivimos los espacios y cómo vincularlo con esta sección. Es cierto que el teatro es uno de los territorios de mayor libertad, tal vez por eso, suponemos que en él, las diferencias de género e identidad no aparecen como un problema. Sin embargo, el teatro registra lo que sucede en el mundo, porque se inscribe en un contexto, usándolo como materia de trabajo. 

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En esta oportunidad, no hablaremos de obras ni de puestas en escena, sino de cómo las mujeres habitan el teatro y lo haremos desde la perspectiva de tres actrices y directoras, egresadas de la Escuela Municipal de Arte Dramático, con una amplia trayectoria artística. Ellas son Marisa Bentancur, Gabriela Iribarren y María Mendive, quienes, un día, tuvieron la osadía de apostar a una idea que hoy  cumple veinte años. Son las responsables del Instituto de Actuación de Montevideo (IAM).

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El proceso de la entrevista, realizada en el Espacio Cibils, tuvo algo de escénico. Cuando ellas entran, es como si se abriera el telón. El movimiento de los cuerpos, el reconocimiento del lugar, la voz, todo parecía parte de una puesta pero no lo era. De inmediato entiendo que estoy frente a tres mujeres fuertes, talentosas, cuyo norte siempre es la creación en todos los aspectos. 

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Atravesada por la conciencia de lo que implica ser mujer en los espacios públicos y más aún, cuando se está al frente de la dirección de una gran estructura de formación de artistas, les pregunto lo que significó para ellas, nacer en plena crisis y sostener durante tanto tiempo un proyecto como ese. 

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La respuesta cambia el enfoque y es interesante, para pensar en el presente como gestoras del IAM, primero analizan su proceso histórico. Porque antes de ser directoras del IAM, tuvieron que construirse como mujeres y actrices. Esa fue la primera batalla que cada una debió dar por separado en el territorio del teatro nacional y ante una sociedad que ha cuestionado siempre el rol de la mujer fuera del hogar. 

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Desde la distancia, a las tres se les hace claro que fue necesario pagar un alto precio para ganarse el reconocimiento del que ahora gozan. El tiempo, en ellas, se vuelve un aliado fundamental que posibilitó la concreción del Instituto, sin muchas resistencias.

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Marisa toma la palabra pensando en ese tiempo, “por el momento de nuestras carreras en que armamos el proyecto ya había un respeto hacia nosotras”. Entonces salta al presente, ubicada ya en rol de directora y piensa en la equidad, en responder a ese objetivo tan preciado que implica la igualdad de condiciones para todas las personas: “En determinado momento, en relación a la paridad de género observamos y vimos que teníamos cuotas perfecta de todo”. Subraya lo que dice con el cuerpo, mostrando el significado que tiene ese logro para ellas, como un ideal que debería extrapolar las fronteras del IAM.

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En las palabras, en la intensidad con la que expresan sus ideas, se puede percibir que este es un proyecto que trasciende lo meramente formativo en relación al arte. Hay en ellas una visión política que supone aterrizar, en la estructura del Instituto, toda esa compleja dimensión social. Son mujeres orgullosas de serlo, porque han atravesado todas las luchas necesarias para estar en el lugar que están, y desde allí piensan en la formación artística, pero desde una perspectiva integral y humana. Para que eso sea posible, ellas entienden que el proyecto debe estar definido por todos los cuerpos, por todas las identidades, por todos los sectores sociales. La entrevista empieza a delinear la visión que entre las tres han ido tejiendo, en la que el hacer se sostiene con un marco teórico de compromiso, desde una perspectiva de derechos.

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Gabriela piensa en el tema proyectando sobre él, la historia. Primero nos tuvimos que construir como actrices. Como dice Simone de Beauvoir, ´las actrices somos otra especie de mujeres´, aparecemos recién en 1545. Hemos sido prostitutas para la sociedad. Ese es el trayecto que todas hemos tenido que recorrer para ser, hoy, mujeres actrices y libres, con los costos que significó, tanto para la vida como para el teatro. Cada una de nosotras tuvo que pagar esos costos para constituirnos como actrices, por eso, cuando generamos el IAM ya habíamos realizado todo un trayecto determinado por la realidad de ser mujeres, como le sucede a todas pero en mejores condiciones que otras, por ser blancas, occidentales, cis y con acceso a la cultura. Como mujeres, siendo madres y teatreras, somos todo lo libres que se puede ser. En ese sentido somos imbatibles. Tenemos fuerza y convicción. Es difícil oponerse a tres mujeres powers. Somos conscientes de que esa ha sido nuestra construcción. Recuerdo bien a algunos compañeros que estaban en espacios de dirigencia, que nos veían como mujeres fuertes.

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Las miradas ajenas, las que nos han impuesto un comportamiento según nuestro género, las que nos piensan de acuerdo a un formato y que tal vez por eso, cuando se encuentran con mujeres que escapan a esos cánones, exclamen con sorpresa “pah, qué mujeres potentes”. Ser parte de un engranaje social desde un cuerpo que está fuera de la hegemonía y definir, con él, otra estructura, sorprende, tal vez inquieta. Sin embargo transitamos las primeras décadas del siglo XXI, estamos sostenidas por muchas mujeres que debieron enfrentarse a las reglas androcéntricas y heteronormativas con consecuencias brutales sobre sus cuerpos. Ser mujeres, creadoras, talentosas, capaces de pensar y gestar un proyecto, es la forma más genuina de honrarlas, y hacerlo como lo hacen ellas, con absoluta convicción y naturalidad. 

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Mientras las escucho, las pienso como una señal de los nuevos tiempos. Para Gabriela es necesario aclarar un punto: Claro que la violencia de género también se da en el teatro, hay denuncias hechas, existen esas realidades que no desconocemos. Sin embargo no es la general de la ley, porque somos un colectivo muy integrado, sumamente libre, donde las cosas se elaboran y se metabolizan rápido. No hay mucha pulga. No se aguantan mucho estas cuestiones y se terminan expulsando solas.

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María rompe el silencio en el que estaba, para retomar una idea: “Yo siento mi llegada al teatro, como un descanso enorme ya que venía de una educación y de un mundo muy machista. Me costó bastante, al principio, encontrar mi lugar como actriz, porque si era linda, no podía ser buena actriz o era un poco como la modelo para ese tiempo. Pero cuando llegué al teatro, me di cuenta que era un lugar de libertad donde todo se purga para dejar afuera lo que no va, lo que sobra. De todas maneras, siempre estamos en lucha, en resistencia porque ya está en nuestra sangre, forma parte de nuestra vida. Actuar, hacer teatro, estar vivas es resistir.

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Esta afirmación de María postula una tesis que me parece significativa y coincide con lo que ya decía Gabriela. El teatro como una geografía cuyas fronteras son una señal de que es posible construir otra sociedad. Ser disidentes, ser mujeres, mujeres interseccionalizadas, habitar la isla del teatro como un espacio de depuración de los males. Desarticular los límites fijados para repensar lo que queremos ser, sin ataduras. Desde el Instituto de Actuación, estas tres mujeres están forjando una nueva forma de vivir en sociedad.

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Propongo otro análisis, menos amable, tal vez algo distante de la realidad que van desarrollando. ¿Es posible que las mujeres, para sobrevivir, para dirigir, para sostener deban construir una presencia de carácter masculino?

 

La respuesta es contundente. Surge desde el análisis esclarecido de Marisa: “Si bien hemos tenido que luchar por un largo periplo para llegar a eso, yo no veo que nos hayamos posicionado desde un registro masculinizante. Nosotras defendemos mucho el ser mujer, defendemos nuestro género y amamos a los hombres de nuestras vidas. Puede ser que esa idea surja de algunas referentes anteriores. Pienso en Elena Zuasti que transitaba por un límite interesantísimo, pero cruzando líneas que son ricas y que en realidad estaría bueno que todos pudiéramos habitar el género de manera más libre”.

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La sigue Gabriela, problematizando el tema y lo hace a través de definiciones categóricas, primero sobre ellas para luego saltar a lo que ha representado ser mujer desde una perspectiva histórica. ¿Qué es lo masculino y lo femenino? En todo caso, si nos vamos a definir desde algún lugar, nosotras somos tres mujeres luchadoras. Mujeres a las que nadie se va a llevar puestas. Lo somos en lo individual pero también lo somos como equipo. Somos tres mujeres que peleamos, no nos callamos y decimos incluso lo inconveniente, si es necesario. Somos fuertes también para recibir palos. Ahora bien, ¿esto es ser masculinas? Yo creo que no, que como mujeres tenemos esa impronta porque hemos tenido que batallar desde el principio de los tiempos, desde antes de constituirnos en un movimiento. Hemos sido mujeres perseguidas, aisladas, quemadas en la hoguera. Esas fueron las mujeres que nos antecedieron. Mujeres con la capacidad de ir para adelante con sus luchas, con sus sueños, con sus reivindicaciones. Vamos a poner todas esas maravillas de condiciones en lo masculino? ¿Por qué? Si las mujeres hemos sido así desde el principio de la historia, desde que fuimos oprimidas. Hablamos de miles de años. Todas las mujeres que quisieron hacer algo, todas las que han salido a dar batalla, han tenido esas cualidades. No, esa no es una condición masculina”. La voz de Gabriela va cobrando fuerza mientras desarrolla su idea y lo hace casi como si de un manifiesto se tratara. La reivindicación histórica de las que nos han antecedido como fundamento de una identidad del ser mujer. Las dificultades, amplifica en ellas la necesidad de definirse desde un presente distinto. Están navegando la cuarta ola con total conciencia. Forman parte de una categoría de mujeres que gestan el cambio en la acción.

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“Lo que pasa es que cuando te cuentan la historia, claro, a nosotras nos ubican desde el lugar de la delicadeza, de lo adorable y nos separan de las otras cualidades, que también son nuestras, así como los varones pueden también ser delicados”.

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María interviene para agregar, “ser mujer habla de una expansión, de todos los roles que ocupamos con fortaleza y con la valentía de ser quienes queramos ser”.

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Las palabras se van complementando, van generando una visión de lo que ha representado el feminismo para tantas mujeres, y lo que es hoy, como marco de acción política. Saben muy bien lo que ha significado llegar hasta aquí y en sus ideas se nota que no están dispuestas a un retroceso. Es tiempo de las mujeres en todos los ámbitos, en igualdad de condiciones. Es tiempo de llenar de contenido una larga lucha que aún registra demasiadas víctimas. Por eso Gabriela no duda en afirmar: Odiamos el machismo, pero a los hombres feministas que nos han acompañado en la lucha, los amamos. Nos oponemos de manera contundente al machismo, como al fascismo así como a todas las mentalidades de superioridad, exclusión y opresión. Si somos feministas, lo somos en ese marco de estar contra toda forma de opresión estructural que ha significado el dominio sobre la mujer. 

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Las tres se miran, reafirmando esta definición como la única forma posible de cerrar la entrevista. 

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Nos despedimos pensando en el regreso a las salas y sus rostros se iluminan. Es el territorio al que pertenecen y del que han sido desterradas, a la fuerza. Necesitan hacer teatro para existir porque esa es su identidad. Me cuentan que vuelven con la obra de Gabriel Calderón, “Ana contra la muerte”, en el teatro El Galpón, porque es a través de ella que pueden decir todo lo que necesitan decir.

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​​Cuando el teatro rompe el silencio

Sobre la obra “Muñecas de Piel” escrita y dirigida por Marianella Morena

Texto por Roxana Rügnitz. Fotografía por Mariela Benítez 

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Foto: Mariela Benitez

El teatro no es un territorio de silencios y sin embargo los contiene. 

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Cuando pensé en esta nota yo ya tenía las entradas para ver Muñecas de piel en la Sala Hugo Balzo. Tenía claro que su texto estaba atravesado por una temática compleja y definida por el silencio. El único inconveniente era que este número saldría antes de que pudiera ver la obra pero decidí alterar el proceso. Escribiría a partir de la voz de Marianella, de su idea original y de los mecanismos utilizados para llevar los hechos reales a la ficción. 

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Nos encontramos en el Cibils, en el taller de Gustavo. Fuimos atravesando el espacio que, estaba segura, le despertarán todas las posibilidades escénicas que aún no existen.

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Una vez instaladas, encuadro la entrevista con una sola propuesta. Apunto al origen, la llevo al momento en que nace la idea y empieza a hablar.

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“La noticia aparece en la prensa y casi de inmediato se me instala una imagen. Ella rodeada de agua”. La imagen nace del suicidio de “Jana”- usamos el nombre de la ficción-  vinculada a las denuncias del caso conocido como “Operación océano”. Proceso judicial que arranca en noviembre del 2019 por explotación sexual de adolescentes en nuestro país. El brutal silencio que contiene ese relato está escondido en nuestra sociedad, tiene su fuente en el aspecto sexual con un sesgo nuboso, donde el cuerpo de una mujer se vuelve territorio de acción y dominio en el que su voz no importa.

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Foto y fotomontaje: Mariela Benitez

Marianella comienza una etapa de investigación sobre el tema, de la que surgirán los primeros textos “aislados y muy poéticos”. Hay una visión de extrañamiento sobre ese origen que parecía no tener mucho que ver con el universo de esas chicas “aparentemente frívolas por su comportamiento en redes, por su manera de exhibirse, por su obsesión con las marcas, y sin embargo se me instaló lo poético, especialmente en relación con Aldana”  La palabra inicial inmediatamente viene a dialogar con la escena “la imagen era la de ella dentro de una pecera con agua, con agujeros a través de los cuales entran y salen micrófonos” y entonces nace el texto como traducción de esa visión, como un proceso de desentrañamiento de lo que en ella estaba contenido.

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En el trayecto de la investigación, el periodista Antonio Ladra publica los nombres de los implicados. Revolver en historias acalladas, definidas por la protección del silencio no iba a ser fácil, había que romper esa barrera, abrir los cerrojos para que la historia real pudiera aparecer en las voces de todos los actores. Eso sucede, en principio, a través de las entrevistas que realizan con la fiscal y los abogados defensores, con interpol, con las víctimas y los acusados. 

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 “Es muy importante el encuentro con el otro. Uno está cargado de los prejuicios de lo que son los demás. Definimos previamente al otro, lo que se espera de ese otro a partir de lo que construimos. Uno arma e instala a alguien en un lugar a partir de su visión de las cosas”.

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“En Darviña, por ejemplo– se refiere a la fiscal a cargo - encontré alguien liso, sin ninguna construcción desde su lugar. No había un microrelato en ella”.

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Desarticular nuestra mirada del otro para procesar la información desde un lugar más puro, donde no existan los ruidos de una visión construida previamente, abandonar nuestras ideas para escuchar, como mecanismo de creación, ser capaces de silenciar sus propios prejuicios. Hay en Marianella, una conciencia de la importancia de la honestidad intelectual para la escritura de su teatro.

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“Cuando fuimos a interpol, pensaba encontrarme con un espacio en donde estuviera la masculinidad al palo, todos los machos juntos y sin embargo me encontré, sí, visualmente con esa testosterona gráfica, materializada y sin embargo, lo primero que dicen es que ellas eran víctimas en todo esto.  Plantearon una distorsión entre la imagen que mostraban, como sexis y al hablar, se notaba que eran unas nenas”.

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El encuentro con ellas, señaladas muchas veces como las “provocadoras”, también tiene que ver con desmontar las miradas ajenas que trastocan los roles y colocan al abusador en el lugar de “víctimas” porque eran hombres “de bien”, “buenos padres”, “buenos trabajadores”. Es allí donde nace el silencio del que todos somos responsables. Desde una sociedad que predefine y no supone que lo malo pueda estar representado por esos conceptos. 

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Le propongo a Marianella que su teatro tiene algo de documental, gestado entre hechos que nos ubica, como humanos, en lugares complejos, en zonas oscuras como un mecanismo de visibilización de esos males que hemos barrido bajo la alfombra. Ella, sin embargo responde con otro análisis, “en lo artístico reivindico mucho la creación con el uso de todas las herramientas. Para mí, trabajar estos temas tiene que ver con la forma en que dialogo con mi contemporaneidad. No me atrae demasiado esa necesidad de ubicarla: es teatro documental?, es bio drama?. Lo que me interesa es tener algo vivo entre las manos, porque me obliga a estar en un lugar de alerta y esto siempre representa riesgos”.

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Vuelve a la obra, vuelve al origen, y piensa en Jana, como su principal motor. “Al principio quería hacerle un homenaje, porque las personas mueren pero los personajes viven. Cuando la introduzco en la ficción se transforma en personaje para ingresar a la eternidad. Esa era mi idea original, porque había buscado la etimología su nombre - el verdadero-  y encontré que significa “la que nunca muere””.

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Hay en la voz de Marianella una mezcla de certezas y rabia. La certeza de lo que quiere contar en su obra y la rabia de pensar en una adolescente de 17 que decide quitarse la vida. Una adolescente que tenía dos formas. Por un lado la que era Sugar baby y por otro la que aparecía escondida en su diario personal, la que está obsesionada por su imagen pero al mismo tiempo va a Cinemateca y lee a Tolstoi. Siento que algo se nos ha escapado a todos en su suicidio. Siento que hemos vivido muy cómodos con la idea de que lo bueno  y lo malo son diferentes y fácilmente reconocibles. Los hombres que son definidos como “buenos” pagaban para que estas niñas fueran muñecas, quietas, calladas, dispuestas para un deseo que parece no formar parte de lo que, como personas, debiéramos ser capaces de contener. 

La actriz que va a representar el personaje de la “muñeca” es Sofía Lara, con ella trabajan, desde el cuerpo, la idea de fragilidad , lo que es pasible de ser manipulado. Aparece así lo que Marianella define como,  “El cuerpo que renace y vive o el cuerpo muerto en vida. Muerto cuando tiene sexo porque no es un sexo elegido. Un cuerpo que hace lo que tiene que hacer pero no está sostenido por la intención”.

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La obra tiene un último silencio, el que sufre todo el teatro nacional. Aún no ha podido ser estrenada. Nos hemos quedado con un teatro acallado, detenido con la excusa de la pandemia, mientras otros sonidos siguen anunciando que el valor que predomina está en el mercado. 

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Foto: Mariela Benitez

Ficha artística de la obra:

Texto y dirección: Marianella Morena

Elenco: Álvaro Armand Ugón, Mané Pérez y Sofía Lara

Música: Maia Castro.

Diseño de Espacio: Ivana Domínguez y Mariana Pereira

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De mis escenidades

Por: Roxana Rügnitz 

Hay una imagen que se repite, que late en mi costado: una máquina de escribir pesada, una luz tenue y un hombre que fuma mientras aporrea las teclas como demente. Los ojos, que fijan ese cuadro, son los míos, el escritor, mi padre. Cuando miro en el abismo, lo veo como una tabla salvadora que me recuerda quien soy.

 

Es desde ese lugar que escribo…. Ansiando componer palabras simples que alcancen el sentido…. escribo.

Cuando el insomnio se vuelve ansiedad, cuando me despierta ese impulso, que es físico, entonces entiendo que debo responder y escribo.

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Detalle de obra de Gustavo Fernández

Foto: Mariela Benitez

Estoy atrapada en el territorio teatro. Tal vez nací en él y nunca me pude ir. Hay algo en sus fronteras que me enamora siempre. Cuando pienso en teatro, mi memoria se dispara a los rincones más íntimos donde los encuentro, allí están los fantasmas con sus historias, detrás de ellos, los telones, las tablas, los olores me atraviesan la piel, me desencajan la realidad, es como volver a la casa de mi abuela llevada por aromas ancestrales. Eso me pasa con el teatro. Ver teatro y escribir, como reacción inmediata, para que esas fuerzas invasoras salgan disparadas, libres al fin de mi cuerpo. Cuando Nelly Goitiño me mandaba a investigar, ya lo sabía, mi geografía del teatro iba a estar siempre definida en la escritura.

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